Llegó el día en que la familia debería velar a su difunto miembro, el hombre que había mantenido un gran imperio heredado y levantado por su padre —abuelo de Valentino—, y que ahora dejaría en manos de sus hijos, quienes estarían presentes.
Aquella tarde, nebulosa, con algunas pequeñas gotas de lluvia dispersas que caían y otorgaban un ambiente aún más triste a los que se acercaban a la gran casa. Allí estarían toda la noche despiertos, velando a su ser querido hasta que llegara la hora del servicio conmemorativo. Luego irían al entierro, donde verían por última vez el cajón donde dormiría eternamente el padre de una de las familias más acaudaladas.
Se había optado por un exclusivo velorio privado para preservar la intimidad de los familiares y mantenerlos aislados de los periodistas que acechaban en cada esquina con todo tipo de preguntas indiscretas y cámaras apostadas, apuntando al salón sin ningún respeto y alterando la paz de quienes sufrían la muerte del hombre.
Y por ello, por