Al llegar al último piso, el ascensor se detuvo. La puerta se abrió de golpe. Ambos se vieron obligados a separarse por un instante.
—Ops… —murmuró ella, intentando recomponerse—. Creo que hemos llegado.
—Sí, eso creo —respondió él, frotándose el cabello aún perturbado.
—Vamos —dijo ella en tono cómplice.
Salieron sonriendo, tomados de la mano, con una complicidad que parecía envolverlos por completo. Caminaron por el pasillo entre risas. Al llegar a la suite, Jeremías pasó la tarjeta y empujó la puerta. En cuanto estuvieron dentro, el deseo volvió a desatarse y se besaron ansiosos, hambrientos, sedientos, como si el tiempo entre un beso y otro fuera demasiado.
Las manos se desataron con lujuria, con una necesidad clara, sentirse, tocarse, estremecerse. A ratos, Jeremías sentía en su cabeza cómo atisbos de razón aparecían para confrontarlo y hacerlo reaccionar. Lo que estaba haciendo era moralmente inaceptable. Pero su corazón, ese que llevaba días deseando aquel momento, era más f