Caminaba al lado de Viktor, todavía con el corazón acelerado y la cabeza llena de preguntas que me desgarraban por dentro. No sabía si estaba más herida por lo que había pasado con Julian, por lo que Amelia me había dicho con esa sonrisa venenosa o por lo que acababa de descubrir sobre mi padre. Viktor me guio con suavidad hasta la cafetería del hospital. Sentía el calor de su mano en mi brazo, firme pero al mismo tiempo reconfortante, como si quisiera evitar que me derrumbara en cualquier momento.
Nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Afuera, la lluvia seguía cayendo con insistencia, y yo me sentía igual: como si dentro de mí algo no parara de llover, empapando hasta la última parte de mi alma.
Viktor me miró en silencio unos segundos, con esa paciencia que siempre, y luego habló con voz baja, serena:
—Tranquilízate, Rebeca… por favor, intenta respirar.
Lo miré con incredulidad, mis ojos cargados de rabia y dolor.
—¿Cómo quieres que me tranquilice, Viktor? —dije con la voz ent