– Charles Schmidt
Aparqué frente a la casa y permanecí en silencio unos segundos, con las manos sobre el volante. Afuera, la tarde parecía en pausa. El cielo tenía ese tono dorado que llega justo antes del atardecer. Miré por el espejo retrovisor y ahí estaban ellos: mis hijos. Tres pequeñas vidas que llevaban mi sangre, que eran parte de mí, y que por mucho tiempo no pude tener cerca.
Eva me sonrió desde su asiento, con sus rizos color miel bailando al compás de su emoción. Damián, siempre callado, me observaba con esa mezcla de duda y curiosidad que lo caracterizaba. Y Aiden... mi reflejo más puro, miraba la casa por la ventanilla con una expresión que no supe descifrar de inmediato.
Carmen bajó primero. Como siempre, atenta y gentil, les abrió la puerta trasera y ayudó a los niños a descender. Eva saltó al suelo con un "¡yupi!" que me hizo sonreír, mientras Damián se aferró a su dinosaurio de peluche antes de seguirla.
Me quedé unos segundos más en el auto. Cerré los ojos. Respiré