Mientras Adrien golpeaba la piñata con torpeza y risas, escuché el inconfundible chasquido de los obturadores. Volví la mirada con el ceño fruncido: al menos tres reporteros estaban tomando fotos desde más allá del seto, uno incluso con una cámara de lente largo. Sentí cómo mi mandíbula se tensaba.
Busqué con la mirada a Amelia. Estaba unos pasos más allá, grabando con su celular como si nada. Caminé hacia ella con paso firme.
—¿Qué hacen ellos aquí? —le solté en voz baja, con el tono justo entre la ira y la contención.
Ella bajó el celular con fingida sorpresa y me miró con esa calma estudiada que tanto detesto.
—No lo sé, Charles. Seguro se enteraron por alguien —dijo, encogiéndose de hombros—. En fin… es la fiesta de nuestro hijo. No voy a hacer un escándalo por unos reporteros.
La observé en silencio durante unos segundos. Llevaba puesto un vestido impecable, maquillaje perfecto, sonrisa lista para las cámaras. Demasiado perfecta.
—¿Estás segura de que no los llamaste tú? —pregunt