- Charles Schmidt
Después de cantar el cumpleaños, los invitados estallaron en aplausos y risas. Adrien aplaudía con fuerza, su pequeña carita iluminada por la emoción. Las serpentinas seguían flotando en el aire; algunas todavía colgaban de las palmas cercanas a la piscina. Todo parecía sacado de una postal perfecta. O al menos eso quería a Amelia.
Pero yo sabía que esa perfección no era más que una fachada.
Entonces, los reporteros —como buitres al olor de la carroña— comenzaron a acercarse. Las cámaras se encendieron, los flashes chispearon sin cesar. Uno de ellos se adelantó y preguntó:
—Señor Charles, ¿nos permite una foto con su hijo?
Asentí sin muchas ganas, quería evitar un escándalo, y tomé la mano de Adrien con suavidad. Pero justo cuando nos ubicábamos, él volteó y dijo con voz clara:
—¡Mami, ven! Tomémonos una foto con papá.
Tragué horrible. No me lo esperaba. Sentí un nudo cerrarse en mi garganta.
Todos los reporteros giraron con rapidez. Las cámaras enfocándonos. Amelia,