Volteó con un gesto instintivo, como si hubiera sentido mi presencia antes de verme. Rebeca. Mi esposa.
Estaba junto a mi padre, lucía… radiante. Vestía un vestido color marfil que abrazaba con elegancia su figura, su cabello recogido en un moño sencillo y los labios pintados en un tono suave. Eva, Aiden y Damián jugaban cerca de la piscina. A su lado, mi padre sostenía una copa de vino, murmurando algo que la hizo reír brevemente.
Yo, en cambio, llegaba tarde. Como siempre.
Traje de lino, gafas oscuras, sonrisa de compromiso. Me había convertido en un hombre que se presentaba en su propio hogar como un invitado.
Mi padre me vio apenas entré y se acercó, con el ceño fruncido y una decepción que ya no intentaba ocultar.
—¿Se puede saber por qué llegas tarde al cumpleaños de tus hijos? —me reclamó con dureza.
—Lo siento, papá. El tráfico… un asunto urgente —respondí con desgano—. Pero ya estoy aquí, ¿no?
Él me miró como quien observa a alguien que ha olvidado sus prioridades.
—Ve a salu