Rebeca Miller
Después de salir de la mansión Schmidt, llegué a una casa con un nudo en la garganta. Estacioné el auto frente a aquella imponente fachada que una vez me pareció un sueño… y que ahora se sentía como una prisión. Crucé la puerta y, al poner un pie en la sala, los recuerdos me golpearon sin aviso.
La primera vez que llegué allí como esposa, Charles me miró y, con esa voz firme y segura que tanto me intimidaba, me dijo:
—Esta es tu casa, Rebeca. A partir de hoy, aquí criarás a mis tres hijos.
Recuerdo haber mirado a mi alrededor. Todo era perfecto, reluciente, impoluto… pero también frío, sin alma. Lo miré con una mezcla de esperanza y miedo.
—Charles… ¿Por qué cambias tanto? ¿Qué fue lo que te hizo convertirte en este hombre? ¿Por qué eres tan frío… tan distante?
Su expresión se endureció. Caminó hacia mí, y de pronto me tomó del brazo con fuerza.
—De verdad ¿quieres saber por qué cambié? ¿Para qué? ¿Para burlarte de mí?
—¡Charles, suéltame! Me estás lastimando…
Pero su mirada estaba cargada de odio. Me solté como pude, con el corazón latiéndome con fuerza.
—¡Dímelo! —le grité—. ¿Por qué te casaste conmigo entonces? ¿Solo para hacerme sufrir? ¿Fue eso?
Charles sonrió con sarcasmo.
—Tú, Rebeca… No vales nada. Solo eres una ingenua…
Retrocedí, aturdida. Caí sin querer sobre el sofá, temblando.
—Tú y tu padre tienen poder… dinero… podrían hacer desaparecer a cualquiera del mapa. Pero eso no justifica nada. ¿Crees que voy a creerme el cuento de que porque mi padre te dijo que tenías que casarte conmigo? Tú ibas a ceder así tan fácil, tú podías haber dicho que no. Pero algo sucedió, algo te hicieron para que cambiaras y que ahora seas este monstruo.
Él explotó.
—¡LLÁMATE, REBECA!
Y levantó la mano. Se detuvo a medio camino. Me miró como si fuera la causa de todos sus males. Bajó su mano y se giró para marcharse y, antes de cerrar la puerta, dijo con una voz helada:
—No me esperes esta noche.
Fin del flashback.
—¿Señora? —me dijo una voz, sacándome de mis pensamientos.
Era una de las empleadas.
—¿Vas a cenar?
La miré con una sonrisa.
—Solo un poco de fruta picada, por favor. Llévala a mi habitación.
—Sí, señora.
Antes de subir, pasé a ver a mis hijos. Al abrir la puerta de su habitación, mis trillizos dormían profundamente, rodeados de peluches y mantas. Me acerqué y les di un beso a cada uno, con lágrimas en los ojos.
—Buenas noches, mis amores… Todo lo que mamá hace es por ustedes. No quiero que crezcan viendo cómo su padre me humilla, no quiero que piensen que el amor es esto.
Mis lágrimas cayeron sin resistencia. Cerré la puerta y subí a mi habitación.
Me recosté, mirando el techo.
—Así que volviste con Amelia… Y además tienes un hijo con ella. Al fin te liberaste de mí, Charles. Y yo, al fin… soy libre para empezar de nuevo.
La puerta se abrió de golpe.
Me incorporé de un salto. Era Carlos.
—¿Se puede saber por qué fuiste con mi padre? —dijo entre dientes, y antes de que pudiera responder, se acercó a mí y me tomó del cabello—. ¿Por qué fuiste con él a contarle tus miserias?
—¡Suéltame! ¡Me estás lastimando!
—¡Contéstame!
—¡Él me llamó, Charles! ¡Él vio los videos, los mismos que están en todas las redes! ¡Donde tú sales caminando de la mano con Amelia y ese niño… como una familia feliz!
Sus ojos se oscurecieron. Me empujó contra la cama.
— ¿Y por qué tenía él los papeles del divorcio?
—¡Porque yo misma habló con un abogado! ¡Porque tú sabías que yo quería el divorcio y no quisiste firmarlo! ¡Así que sí, se lo dije a tu padre! ¡Me cansé, Charles! ¡Me cansé de ti, de tu mundo falso, de tus lujos vacíos! ¡Esta no es la vida que yo soñé contigo!
Él me soltó de golpe. Caí en la cama. Me miró desde arriba, furioso.
—Te vas a arrepentir, Rebeca. Vas a pagar por haberme enfrentado.
—No necesito nada de ti. Ni tu apellido ni tu dinero.
—Eso lo veremos —dijo con una sonrisa cruel—. No vas a obtener ni un centavo de mí.
—¡No quiero tu dinero, Charles! ¡Quiero mi libertad!
Él dio un paso hacia la puerta, pero antes de salir se giró, con la voz cargada de veneno:
—No sabes nada, Rebeca. Vives en esta casa como una reina ciega. No te das cuenta de nada. ¿Sabes por qué? Porque eres una inútil.
Y cerró la puerta de un portazo que hizo temblar las paredes.
Me quedé allí… sola. En medio de la oscuridad, con las lágrimas corriendo por mi rostro y el alma desgarrada. Sentí miedo. Sentí rabia. Pero por primera vez también sentí algo nuevo: determinación .
No podía seguir así. No por mí… sino por mis hijos.
Tenía que ser fuerte. Aunque me costara todo.