Esa noche, después de que Charles se marchara azotando la puerta de nuestra habitación, supe con una claridad que jamás había sentido antes que no podía vivir un solo día más bajo ese techo. No me importaba el tamaño de la casa, las paredes decoradas con cuadros de artistas que ni conocía, ni los muebles traídos de París. Nada de eso me daba paz. Ese lugar era una jaula dorada... una prisión disfrazada de lujo.
Apreté las sábanas entre mis dedos, tragando el nudo de angustia que me apretaba la garganta. Me levanté lentamente, caminé descalza sobre el mármol helado hasta la ventana y miré hacia el jardín que ahora parecía tan lejano a mí como la felicidad. A lo lejos, los faroles encendidos apenas iluminaban la fuente central. Recordé el día que Charles me llevó allí por primera vez… Me había dicho que esa sería mi casa, que allí criaríamos a nuestros hijos.
—Mentiroso… —susurré. La palabra me salió como un sollozo, cargada de años de dolor reprimido.
Sin pensarlo más, tomé el teléfono que reposaba en mi mesa de noche y marqué el número de Rosa. Mis dedos temblaban. Sonó dos veces antes de que su voz, llena de preocupación, apareciera al otro lado.
—¿Gracias a Dios contestaste? —dije.
—¿Qué pasa, Rebeca?
—Charles firmó los papeles del divorcio.
Hubo un silencio corto.
—¿En serio? ¿Y cómo lograste que lo hiciera?
—Don Augusto me ayudó. Le explique todo. No podía seguir callando… Él también vio el video. —Mi voz se quebró, pero tragué mis lágrimas—. Charles se comprometió porque se sentía presionado. Pero su mirada… Rosa, su mirada me lo dijo todo: me odia.
—Ay, amiga… No quiero imaginar cómo debes estar. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Necesito tu ayuda —dije sin rodeos—. No quiero acudir a mis padres; Charles los buscaría si decide averiguar dónde estoy… si es que le importa.
—Claro que te ayudaré. Pero tienes que prometerme algo: no digas que fui yo.
—Te lo prometo.
—Te enviaré una dirección. Es una cabaña, no está lejos. Puedes quedarte allí el tiempo que necesites.
—Gracias, Rosa —susurré con el alma desgarrada.
Colgué la llamada. El silencio volvió a apoderarse de la habitación. Solo el tic-tac del reloj y el rugido lejano de la ciudad me acompañaban. Caminé hasta el armario, abra las puertas y tomé una maleta. Empaqué toda la ropa que pude, sin orden, sin pensar. Solo quería salir.
Busqué en los cajones algunas joyas y papeles importantes. Cuando iba a cerrar la maleta, miré mi mano. El anillo brillaba, como burlándose de mí. Lo observé por un segundo más… y entonces lo deslicé lentamente de mi dedo. Lo dejé sobre la mesita de noche. No iba a llevármelo. Esa no era yo. Esa mujer encadenada a una promesa vacía había muerto hoy.
—Tú te quedas aquí —le dije al anillo.
Tomé otra maleta y comencé a empacar la ropa de mis hijos. Pañales, pijamas, sus juguetes favoritos, sus cobijas. Mientras doblaba una pequeña camiseta, las lágrimas comenzaron a correrme por las mejillas. No por Charles. Por ellos. Por lo que les estaba quitando. Por lo que les estaba dando.
Fue entonces cuando Carmen, una de las empleadas más antiguas de la casa, apareció en la puerta. Al verme, su rostro se llenó de preocupación.
—¿Señora Rebeca? ¿Qué sucede?
No pude evitarlo. Corrí hacia ella y la abracé con fuerza. Ella, con esa ternura de madre que siempre me había brindado, me acarició la espalda.
—Lo siento tanto, Carmen. No puedo quedarme aquí. Ni un solo día más.
—Entonces déjeme acompañarla —me dijo con voz firme.
—No… Carmen, esto tengo que hacerlo sola.
—¿Sola? ¿Con tres niños pequeños? Señora, por favor...
Suspiré Tenía razón.
—Está bien —cedí—. Pero no tengo dinero para pagarte.
—No tiene que hacerlo. Lo hago con el corazón. Además… si usted se va, yo me quedo sin empleo, sin familia. Usted y esos niños son mi familia.
La abracé aún más fuerte. Carmen me ayudó con las maletas. Llamé un taxi y, con el corazón en la garganta, desperté a los niños uno por uno. Mis manos temblaban al abrirlos. Uno de ellos, medio dormido, murmuró: “¿A dónde vamos, mamá?”
—A un lugar donde mamá ya no tendrá que llorar —le susurré al oído.
Carmen cargó a uno de los niños. Yo tomé a los otros dos, uno en cada brazo. Salimos en silencio, como si estuviéramos huyendo de una pesadilla. Y lo estábamos haciendo. Abandonábamos un castillo de mentiras.
El taxi nos llevó hasta un punto intermedio. Luego tomamos otro, por si Charles decidió seguirme. Rosa había tenido razón: era mejor ser precavida.
La dirección que me dio estaba en las afueras de la ciudad. Una cabaña de madera, rodeada de árboles, con un pequeño jardín lleno de hojas secas. Al bajarme del taxi, respiraré profundamente. Era la primera bocanada de libertad.
Pagué al conductor y tomé de nuevo a mis hijos. Carmen abrió la puerta de la cabaña. Por dentro era modesta pero cálida. Tenía dos habitaciones, una pequeña cocina y un sofá que crujía al sentarse. No era un palacio, pero era mío. Era paz.
—Ahora a dormir —susurró Carmen mientras ayudaba a acompañar a los niños.
Yo los observé, uno por uno, mientras se acurrucaban entre las cobijas. Les di un beso a cada uno.
—Buenas noches, mis amores. Todo esto... todo esto es por ustedes. Porque merecen crecer en un lugar donde el amor no duela. Donde mamá no tenga que fingir que está bien.
Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Carmen me miró desde la puerta con ternura. Me acerqué a ella y le dije:
—Gracias por estar aquí. No sé qué haría sin ti.
—Descanse, señora Mañana será otro día.
Cerré la puerta. Me acosté con mis hijos en la misma cama. Los abracé con fuerza, como si el mundo fuera a llevármelos.
Miré el techo de madera, oscuro, pero firme. En esa oscuridad, me encontré a mí misma. La mujer que había sobrevivido seis años de desprecios, silencios y frialdad. Seis años junto al hombre que decía protegerme, pero que solo supo herirme.
—Seis años a tu lado, Charles… —Susurré—. Y nunca me viste como mujer. Solo como una carga. Como un error. Pero esta vez... me fui. Y no voy a volver.
Una lágrima más rodó por mi mejilla.
—No volveré a llorar por ti. No me quiero imaginar la cara que pondrás cuando descubras que me fui para siempre. Que no esperé tus migajas, ni tus limosnas. Que elegí mi libertad antes que tu apellido.
Aferrada a mis hijos, cerré los ojos.
Por fin, después de tanto tiempo, sentí que podía dormir en paz.