Rebeca Miller
Entré a casa apenas cerré la reja. El sonido de la puerta principal se sentía más pesado de lo normal, como si arrastrara todo el peso de mis pensamientos. Mamá estaba en la sala, sentada con una taza de té entre las manos, y en cuanto me vio, su rostro se iluminó con una sonrisa.
—¿Cómo te fue con Julián? —preguntó sin rodeos, con esa chispa en los ojos que ya anticipaba sus intenciones.
Rodé los ojos con suavidad y suspiré.
—Mamá, por favor… no empecemos. Julián solo es un amigo.
Ella frunció un poco los labios y dejó su taza sobre la mesa.
—Me extraña que no le hayas encontrado un defecto —dijo con tono casi burlón.
La miré, me acerqué a ella y me senté a su lado.
—¿Por qué dices eso? ¿Acaso crees que soy una mala hija por decirte lo que pienso?
Ella me miró con esa mezcla entre ternura y molestia que solo las madres saben manejar.
—No, hija. Pero a veces pareciera que no valoras lo que quiero para ti.
—Mamá —dije, tomando sus manos—, solo quiero que entiendas algo: q