Rebeca Miller
Llegamos a la mansión Schmidt. El taxi se detuvo suavemente frente a la reja principal y, por un instante, me quedé observando la imponente entrada, esa misma que crucé tantas veces con miedo, otras con rabia… y muy pocas con ilusión.
Suspiré profundamente y bajé del taxi, abriendo la puerta trasera. Eva fue la primera en asomarse con sus rizos revueltos y su sonrisa amplia.
-¡Mamá! —Crees que el abuelo nos dará más regalos como la otra vez? —preguntó con los ojitos brillando.
La miré con ternura y acaricié su mejilla.
—No lo sé, mi amor… tal vez. Pero recuerda que no venimos por los regalos —le dije con suavidad.
Aiden salió después. Camino con calma, más serio, más distante.
—Eso es lo único que te importa, los regalos —le dijo a su hermana en voz baja, pero con tono cortante.
Me giré hacia él con sorpresa. Eva se detuvo en seco. Sus ojitos comenzaron a llenarse de lágrimas.
—Aiden… —dije con firmeza—. No le hables así a tu hermana.
Él bajó la mirada. No dij