Charles Schmidt
Estoy en el hospital desde hace horas. Amelia duerme en el sillón junto a la ventana y mi hijo está tendido en la camilla, conectado a máquinas que emiten pitidos suaves. La enfermera dijo que ya está fuera de peligro, pero no me he movido de su lado. Su manita pequeña apenas se aferra a la mía, como si supiera que me estoy castigando en silencio.
No pude llevármelo a casa. Los médicos prefirieron que se quedara en observación. Me ofrecieron una habitación contigua, pero me negué. No voy a dejarlo. No, otra vez.
Amelia está agotada. Su rostro, pálido y sin maquillaje, me recuerda los años en que creí que estar con ella era lo correcto. Mi gran amor... Así la guardé en mi teléfono. "Amelia, mi gran amor". El nombre que Rebeca vio anoche justo antes de marcharme de la mansión. Ella vio esa pantalla. Vio el nombre. Y su rostro se transformó en algo que aún no puedo borrar de mi memoria.
Me llevé las manos al rostro. ¡Mar maldita! ¿Cómo pude olvidar borrar ese nombre? Rebe