— Charles Schmidt
El pasillo olía a gel antiséptico y a la mezcla fría de hospital. Estábamos los tres: Rebeca a mi lado, Viktor apoyado en la barandilla y yo sentado en la silla junto a la puerta, con las manos entrelazadas hasta que las articulaciones me dolieron. La espera se sentía interminable; cada paso en el corredor era una pequeña puñalada.
Cuando el médico emergió de la sala de observación, su rostro mostró la profesionalidad de siempre: serio, pero no cruel. Se detuvo frente a nosotros y me miró directamente a los ojos, como quien decide dar una noticia con el cuidado del que maneja lo frágil. Rebeca se incorporó de golpe y se colocó junto a mí, la tensión dibujando cada línea de su mandíbula.
—¿Cómo está mi hijo, doctor? —pregunté, más con la voz que con la esperanza contenida.
Él asintió con calma y dijo:
—Está bien. Ha sufrido un episodio de trauma por lo vivido, pero físicamente está estable. Lo mejor para él ahora es estar en casa, en su entorno, para que sienta que es