— Charles Schmidt
Estaba a punto de dormirme cuando el teléfono de la mesilla irrumpió en la habitación con un timbrazo agudo. El sonido me devolvió a la realidad como un cubo de agua fría. Rebeca, que estaba sentada junto a mí, giró la cabeza hacia el aparato, lo tomó y miró la pantalla. Luego me miró a mí, con esa mezcla de preocupación y decisión que la define.
—Es Amelia —murmuró.
Fruncí el ceño y algo dentro de mí se tensó. Era la hora de actuar. —Dámelo —le pedí con voz cortante.
Ella me lo acercó y yo me acomodé en la cama con cuidado, notando cada movimiento en el costado que todavía me dolía. Tomé el teléfono entre las manos; lo apreté con fuerza, como si pudiera agarrar con él la calma que me faltaba. Respiré hondo y respondí.
—¿Aló? —dije, procurando que mi voz sonara serena, que no se filtrara el pánico que me devoraba por dentro.
Al otro lado se oyó la voz de Amelia, teatral y temblorosa, exactamente como la esperaba: demasiado medida para ser sincera. —Charle