— Charles Schmidt

El jugo estaba frío y dulce; Rebeca lo había traído envuelto en una servilleta que ahora ella sostenía entre las manos, como si fuera un amuleto. Le di un sorbo lento y el sabor me devolvió, por un instante, a un lugar más apacible: la casa, los niños, la risa que ahora parecía tan lejana. La miré y una sonrisa se abrió en mi rostro, sutil, real.

—No sabes lo feliz que estoy de tenerte a mi lado, Rebeca —dije, y mi voz sonó más firme de lo que me sentía.

Ella me devolvió la mirada con esa ternura que siempre calma mi tempestad interior.

—Yo también estoy feliz de que estemos juntos, Charles —respondió. Luego, con un gesto de preocupación, añadió: —Pero tienes que relajarte. Esperemos que los hombres, los hombres de Viktor, consigan dar con Andrés.

Suspiré, dejando que la respiración se me extendiera por el pecho como si quisiera calmar la inquietud. Las palabras de Rebeca tenían un bálsamo en ellas, pero la angustia quemaba por dentro.

—Sí —concedí—. Si mi