Mundo ficciónIniciar sesiónIsabella
Se siente demasiado extraño ser tocada por otro hombre que no sea Ryan. Principalmente porque son cuerpos totalmente distintos. Evans tiene unas manos gruesas, que toman mi cintura con firmeza; un aroma embriagador que jamás pensé sentir en otra persona; una mirada tan intensa que se me hace imposible no helarme por completo; unos labios rojizos que se roban toda la atención cuando dice la mínima palabra; y una voz ronca y varonil más sensual de lo que estoy acostumbrada a escuchar. Quizá sea el alcohol lo que me hace perderme en esos detalles a sólo horas de casarme, o las dudas que me han tenido todo el día como una tonta arrepentida. No lo sé, pero es más fuerte que yo. —Y bien, señorita Keys, ¿dudas el día antes? —su pregunta me hace torcer los labios, ni siquiera estoy segura de qué contestarle porque en el fondo sé que me dolerá admitir esa respuesta. —¿Nunca ha tenido dudas, señor Ashford? —Por supuesto, pero no por lo mismo que usted. Tengo casi treinta y cinco, y no llevo anillo. —¿No ha pensado en casarse y formar una familia algún día? Cambia la canción y la siguiente es igual de lenta, así que no cambiamos de posición, al contrario, me da una vuelta y me apega más a su pecho, sin despegar la mirada de mi rostro. No sé cómo puede ser tan intenso y sexy a la vez. —No creo que eso me haga más feliz de lo que soy ahora —responde con un ligero encogimiento de hombros. Yo ladeo la cabeza. —¿Y eres feliz? —¿Tú lo eres? —Me quedo en silencio y bajo el rostro. Agarra mi barbilla y me obliga a sostenerle la mirada—. O mejor dicho, ¿alguna vez has sido completamente feliz... con él? —Sí, claro —me apresuro en contestar, sin embargo, Evans entrecierra los ojos—, él es un hombre muy especial. —No me has convencido, pero no soy yo a quien tienes que convencer. Nos quedamos callados un par de minutos más. En los que sus palabras se clavan como estacas en mi mente... Sin rastros de Amber decido aceptar su invitación de salir a caminar por la zona, lo hago porque necesito aire… y porque estar cerca de Evans me tiene el corazón acelerado de una manera que no debería. Él abre la puerta del salón, me deja pasar y siento su mirada en mi espalda: pesada, curiosa, demasiado consciente de mí. Afuera la brisa está fresca y camino despacio, abrazándome a mí misma. Él va a mi lado con las manos en los bolsillos. —Sigues pensando mucho —murmura sin mirarme. —No estoy pensando en nada —respondo rápido, sabiendo que suena falso, pero ya qué, es un desconocido que posiblemente no vuelva a ver en mi vida. —Claro que sí. Sigo caminando sin mirarlo. Es ridículo. Estoy a horas de casarme y aquí estoy, caminando con un hombre que no conozco usándolo de psicólogo personal. —Sabes… cuando alguien está a punto de dar un paso importante, se nota cuando está en paz —comenta—. Tú no tienes nada de eso en la cara. —¿Y tú qué sabes de mí? —pregunto, más a la defensiva de lo que quisiera. —Nada —responde con una sonrisa leve—. Pero sé reconocer a alguien que intenta convencerse a sí mismo. Me detengo sin querer, él también lo hace, gira para verme y siento cómo algo en mí se tensa. —No tienes que contarme nada —dice más suave—. Pero tampoco tienes que fingir que estás bien. Me pincha ese comentario. No porque me ofenda, sino porque me golpea justo donde duele. —¿Siempre eres así de directo? —pregunto. —Solo cuando algo me llama la atención. —¿Y yo te llamo la atención? —No sé por qué lo digo, debí haberme callado. Evans baja la mirada a mis labios por un segundo que me quema entera. Luego me sostiene la mirada otra vez, sin el menor apuro. —Mucho más de lo que debería. Mi estómago se enreda y trago saliva. Él da un paso más hacia mí, no para tocarme, sino para hablarme más cerca. Su aroma me envuelve de forma obscena, y siento ganas de besarlo... Dios esto está mal. —No sé qué es lo que te tiene así —susurra—. Pero lo estás cargando sola. Y se nota. No puedo contestar. Me encantaría decirle que no es verdad, que estoy bien, que no tengo dudas… pero siento que cualquier palabra me delataría. —Deberíamos volver —murmuro bajito, intentando recuperar el control de mi propia voz. Lo sorprendente es que él asiente enseguida. No insiste, ni presiona. —Cuando necesites aire otra vez —dice—, puedes llamarme. Me extiende su tarjeta y trago con dificultad sintiéndome la más infiel del mundo. Da la vuelta primero y regresa al salón. Yo me quedo quieta varios segundos, respirando hondo, tratando de ignorar el temblor en mis manos. Porque por primera vez en meses… alguien me vio.






