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Capítulo 2: La sangre y el silencio

Capítulo 2: La sangre y el silencio

La madrugada envolvía a Santiago bajo un velo de niebla.

Desde las ventanas del hospital, la ciudad parecía un corazón detenido entre la vida y el invierno.

En la sala de cuidados intensivos, Santiago Larraín yacía inmóvil.

El ritmo del respirador marcaba una cadencia fría, casi mecánica.

Cada destello verde en el monitor era una chispa diminuta que aún lo mantenía en este mundo.

Su madre, María, no había dormido en días.

El maquillaje borrado, los ojos hundidos, la espalda recta solo por costumbre.

No lloraba; sus lágrimas ya se habían secado entre noches de miedo y rabia contenida.

“El médico dijo que mientras respire, hay esperanza.”

Su voz apenas rozaba el aire, como si hablara para convencerse de que aún era cierto.

La puerta se abrió con un leve crujido.

Agustín, su abogado y amigo más cercano, entró empapado de lluvia.

Dejó su abrigo en silencio, como quien carga una mala noticia.

—Señora… el consejo directivo se está moviendo —dijo con voz grave.

María giró lentamente la cabeza. En sus ojos, el dolor se mezcló con un filo de acero.

—¿Ya piensan en dividir el poder mientras mi hijo sigue entre la vida y la muerte?

Agustín bajó la mirada.

—Ernesto… está promoviendo un “comité temporal de dirección”.

El nombre cayó como una piedra al agua.

Ernesto Larraín.

El padre.

El socio traidor.

El hombre que Santiago había expulsado del consejo años atrás, cansado de su avaricia disfrazada de prudencia.

María suspiró, con esa calma que solo antecede a la furia.

—Sabía que no esperaría mucho. Para él, la sangre siempre fue un medio, no un lazo.

Agustín se acercó un paso.

—Intentaré frenar la votación. Mientras no haya firma de Santiago, no pueden tocar las acciones principales.

Un golpe de pasos interrumpió la conversación.

Un médico entró con el rostro tenso.

—El edema cerebral está controlado. Pero… el daño neurológico es severo. Las probabilidades de que despierte son mínimas.

María asintió sin decir palabra.

El médico se retiró.

Solo quedó el zumbido de las máquinas.

Un sonido que ya no parecía promesa, sino condena.

Al otro lado de la ciudad, la vida seguía.

El tráfico rugía, los cafés abrían, y nadie notaba a Valentina Muñoz frente a una ventana empañada.

En la pantalla del televisor, una y otra vez aparecía el mismo titular:

“Accidente del CEO de Larraín Group: la policía descarta intervención externa.”

Valentina apretó el teléfono hasta que sus nudillos se pusieron blancos.

—¿Descartan intervención externa?... —rió con amargura— Entonces, ¿qué soy yo? ¿Un accidente con nombre propio?

Cada palabra del noticiero era un bisturí que abría la herida que creía cerrada.

Afuera, la ciudad respiraba sin culpa.

Adentro, el silencio pesaba como una sentencia.

Encendió su computador: bandeja llena de correos —deudas, despidos, liquidaciones.

Todo lo que alguna vez fue su mundo, reducido a cifras rojas y contratos rotos.

Y sin embargo, en medio de ese derrumbe, una sensación absurda la invadía: libertad.

Por primera vez no debía rendir cuentas a nadie.

Hasta que la realidad la golpeó de nuevo: la libertad edificada sobre la sangre de otro.

Cerró los ojos.

Recordó el estruendo, el olor del caucho quemado, el reflejo de aquella mirada antes del impacto.

Y el pensamiento la atravesó como una lanza:

“Si él no despierta, mi vida termina con la suya.”

Aquella noche, el sueño la arrastró de vuelta a la lluvia.

Santiago la miraba entre el humo y el agua, con una sonrisa casi imperceptible.

Pero en su mirada —esa mirada que ella había creído de piedra— había un destello de algo que dolía más que el reproche: compasión.

Despertó jadeando, el amanecer gris filtrándose entre las cortinas.

Se abrazó las rodillas, murmurando entre sollozos:

—El destino… siempre sabe dónde golpear.

En la torre de cristal del Larraín Group, la tensión era un animal invisible.

Las sillas de cuero, la mesa de roble, las pantallas con gráficos en rojo: todo parecía respirar poder y miedo.

Ernesto Larraín ajustó sus gafas doradas y habló con una calma ensayada:

—Caballeros, la empresa no puede quedar en coma como su presidente. Propongo formar un comité ejecutivo provisional.

Un murmullo recorrió la mesa.

Todas las miradas se dirigieron a la silla vacía, esa que llevaba grabadas las iniciales S.L.

Agustín se puso de pie, su voz resonó firme como un golpe seco:

—Según el estatuto interno, Santiago Larraín sigue siendo el único accionista con voto decisivo.

Cualquier movimiento sin su autorización es ilegal.

Eso, señor Ernesto… se llama usurpación.

Ernesto sonrió apenas, sin levantar la vista del dossier.

—¿Y tú crees, muchacho, que va a firmar algo desde su cama?

El silencio cayó pesado como plomo.

Agustín apretó los puños. Sabía que la guerra ya había comenzado,

y que la primera bala no sería disparada en un consejo, sino en la sombra.

Cayó la noche sobre Santiago.

El hospital volvió a oler a desinfectante y esperanza marchita.

María tomó la mano de su hijo, la acarició con ternura.

—Despierta, mi amor… aún no has terminado tu historia.

Y en otro rincón de la ciudad, Valentina repetía las mismas palabras al vacío:

—Por favor, no mueras. Si vives… te lo juro, te devolveré todo.

Dos voces, separadas por kilómetros, unidas por el mismo temor.

Una rezando por amor, la otra por redención.

El destino, mientras tanto, observaba desde su trono invisible.

Y sonrió.

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