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Capítulo 5: El favor de la diosa de la suerte

Capítulo 5: El favor de la diosa de la suerte

No fue hasta que el vehículo desapareció

cuando Velentina se atrevió a salir del coche.

Con la luz temblorosa del móvil,

se adentró lentamente en el viejo caserón.

Aunque estuviera muerto,

al menos quería pedirle perdón.

Se lo debía.

Pero al cruzar la entrada, se quedó helada.

Santiago yacía en el suelo del pórtico,

o más bien… lo habían arrojado ahí.

El viento silbaba entre las puertas rotas,

la humedad de la lluvia se posaba sobre su rostro.

Los labios estaban pálidos,

el brazo lleno de nuevas heridas,

la ropa empapada.

Su respiración apenas era un suspiro.

Valentina corrió hacia él,

se arrodilló, temblando,

y acercó su mano a su nariz.

¡Aún respiraba!

Débilmente, pero respiraba.

Las lágrimas le brotaron sin control.

—No puedes morir… no te lo permito.

Lo sostuvo contra su pecho.

Lluvia y llanto se mezclaron sobre ambos.

Solo existían ellos dos,

perdidos en una noche sin testigos.

Con un esfuerzo sobrehumano,

lo arrastró hasta el coche,

encendió el motor

y vio su propio reflejo en el retrovisor:

un rostro sucio, empapado,

pero con una chispa de vida en los ojos.

La carretera de montaña se retorcía bajo la niebla.

Valentina apretaba el volante con los nudillos blancos.

No sabía cuánto tiempo llevaba conduciendo;

solo que la luz del combustible había parpadeado tres veces.

En el asiento trasero,

el cuerpo cubierto por una sábana blanca se movía apenas.

Santiago Larraín —el hombre que alguna vez gobernó un imperio—

respiraba como un pájaro moribundo.

El viento se colaba por la rendija de la ventana,

levantando la sábana y revelando parte de su rostro ensangrentado.

Valentina contuvo un sollozo.

—Lo siento… no fue mi intención…

Su voz se perdió en el rugido del motor.

—Si despiertas… ¿cómo podré mirarte a los ojos?

No se atrevía a imaginarlo.

No a él, con esa mirada de hielo que siempre lo sabía todo.

El amanecer asomaba cuando el coche llegó al pequeño pueblo de Santa Esperanza,

una aldea escondida entre montañas y neblina.

Era su hogar de infancia,

su único recuerdo amable del mundo.

—Resiste, por favor… —susurró mientras empujaba la puerta de la vieja clínica rural.

De una habitación salió una mujer de bata blanca,

que se quedó muda al verla.

—¿Valentina? ¿Qué haces aquí?

—Eva… ayúdame. Se muere.

La médica apenas dudó un segundo,

y luego gritó:

—¡Rápido, tráelo adentro!

El tiempo se disolvió en el sonido de los aparatos médicos.

Valentina, en el pasillo, se cubría el rostro con ambas manos.

Solo quedaban lágrimas y miedo.

Cuando la puerta se abrió, Eva salió con el rostro cubierto de sudor.

—Es… un milagro —jadeó—. Ha sobrevivido.

Valentina se quedó inmóvil.

Las lágrimas cayeron sin permiso.

—Pero su cerebro… ha sufrido una lesión antigua.

Es posible que no recuerde nada —añadió la doctora en voz baja.

—¿Perderá la memoria? —preguntó Valentina, casi sin voz.

Eva asintió.

—Quizás. Pero viva ya es un regalo del destino. No pidamos más.

Y en ese instante, por primera vez en mucho tiempo,

Valentina vio una luz en medio de su culpa.

Una luz que también olía a pecado.

Días después,

Santiago abrió los ojos.

El sol de la tarde bañaba la habitación.

Vio a una mujer dormida a su lado,

la cabeza apoyada sobre el colchón, la mano sujetando la suya.

Su voz era apenas un hilo:

—¿Quién eres?

Valentina despertó sobresaltada.

—¡Ah! ¡Estás despierto! —y enseguida, el miedo le cruzó los ojos.

—Yo… soy Valentina. Una amiga tuya. ¿No me recuerdas?

Santiago frunció el ceño,

buscando en un vacío sin fondo.

—Entonces… ¿cómo me llamo?

—Santiago Larraín —susurró ella, conteniendo el temblor de sus labios.

No sabía si él algún día podría perdonarla,

pero al menos, no volvería a mentirle.

Un hombre como él merecía una vida sin sombras.

Y ella… aceptaría la suya.

—Santiago… —repitió él,

como probando el sabor del nombre—.

Siento que te conozco. Que eres alguien importante para mí…

pero mi cabeza… duele tanto.

—Pobre niño —intervino Eva desde la puerta—.

Sobrevivir ya es un milagro. No te esfuerces,

todo volverá con el tiempo.

Santiago sonrió débilmente.

La luz del sol se reflejó en su rostro,

dibujando una calma que parecía irreal.

Valentina lo observó, con lágrimas contenidas.

Sabía que el destino les estaba ofreciendo una segunda oportunidad:

un milagro que solo el amor verdadero podría redimir.

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