Capítulo 8 — Ruptura y Despertar
La noche había caído sobre el pequeño pueblo costero.
El viento del mar traía consigo una neblina húmeda que hacía parpadear las luces del camino, una a una, como si temieran apagarse para siempre.En la oficina de la clínica, Valentina revisaba documentos mientras la pantalla del computador mostraba el envío exitoso de un correo cifrado.
Era su último mensaje para Agustín. El texto era breve, pero lo suficiente para alterar el equilibrio del poder:“El duodécimo accionista del Grupo Larraín aceptó vender sus participaciones. Una vez completada la transacción, podremos presentar la moción ante el directorio.”
Estaba a punto de apagar el computador cuando escuchó el rugido grave de un motor afuera.
Un SUV negro se detuvo frente a la clínica. De él bajaron cuatro hombres vestidos con ropa oscura. El corazón de Valentina dio un vuelco.—¿Quién está ahí? —alcanzó a decir, pero la puerta se abrió de golpe.
—¿Eres Valentina Vega? —preguntó uno de ellos con voz fría—.
Eres tú quien ha estado comprando las acciones del Grupo Larraín, ¿cierto?—Se equivocan de persona... —intentó responder, pero el hombre soltó una risa amarga.
—Estás jugando con fuego, muchacha. El Grupo Larraín no es un terreno donde puedas meter las manos.
Dinos quién te está utilizando.No alcanzó a contestar.
Desde el pasillo, se escucharon pasos apresurados. Santiago apareció, descalzo, sin chaqueta, los ojos afilados como cuchillas.—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con voz baja, cortante—.
¡Esto es un crimen!Su presencia llenó el aire.
Por un instante, Valentina se quedó sin aliento. No era un enfermo más; era alguien que había nacido para mandar.—¿Y tú quién diablos eres? —gruñó uno de los hombres, levantando el arma.
Valentina apenas tuvo tiempo de pensar que los intrusos no lo habían reconocido.
Un segundo después, sonó el disparo.El aire se llenó de pólvora y del olor metálico de la sangre.
El cuerpo de Santiago se estremeció. Una mancha roja se expandió en su hombro, empapando la blusa de Valentina.—¡Están locos! ¡Él no les hizo nada! —gritó ella entre lágrimas.
Los hombres retrocedieron un paso.
El eco del disparo despertó al pueblo; las luces de la calle comenzaron a encenderse una tras otra. Se miraron entre sí, dudaron, y luego corrieron hacia el SUV. El motor rugió, y el vehículo desapareció entre la niebla, dejando tras de sí el olor a miedo y a desesperación.Valentina temblaba al sostenerlo.
—No te duermas… por favor, mírame.
Santiago levantó lentamente la mano y acarició su mejilla.
—No llores —susurró—. Todavía recuerdo… esta sensación.—¿Qué sensación? —preguntó ella, con la voz rota.
—Dolor… y amor.
Las lágrimas comenzaron a caer, una tras otra, sobre su palma ensangrentada.
—No hables, resiste un poco, Eva ya viene —dijo entre sollozos.Él intentó sonreír, pero sus ojos se cerraron de nuevo.
Valentina apretó los labios para no gritar.
El hombre que alguna vez había sido un dios del mundo empresarial, ahora yacía desangrándose en sus brazos. Y lo había hecho por ella. Por protegerla.En ese instante, comprendió.
Santiago Larraín ya no era el frío emperador de los negocios. Era el hombre que, con su vida, le estaba enseñando qué era el amor verdadero.Al amanecer, la lluvia cesó.
Valentina seguía junto a la cama, sosteniéndole la mano. El sudor cubría la frente de Santiago; sus cejas se fruncían, como si luchara contra una sombra invisible. De pronto, abrió los ojos de golpe.Su respiración era agitada, los ojos vacíos, pero brillaban con una nueva luz.
—Lo recuerdo todo… —dijo, con voz ronca.
Valentina se quedó helada.
—¿Qué… qué dijiste?—Recuerdo todo —repitió él, articulando cada palabra—:
mi empresa, mi padre… el accidente. Y también recuerdo tu nombre.Las lágrimas le nublaron la vista.
—¿Recuperaste la memoria?Santiago asintió despacio, y una sonrisa cansada cruzó su rostro.
—Sí. El día del accidente… tú y yo acabábamos de salir de una reunión.Luego, con una chispa traviesa en los ojos, le guiñó.
—Tal vez el destino quiso que lo perdiera todo, solo para enseñarme qué vale la pena conservar.Horas más tarde, Agustín llegó corriendo, el rostro tenso.
—Saben que sigues vivo —le dijo—. Tenemos que movernos de inmediato.
Santiago se incorporó, pálido pero sereno.
—No. Ya no más huir. A partir de ahora, vamos a atacar.Se volvió hacia Valentina y tomó su mano.
—Te necesito conmigo. No solo porque te amo, sino porque quiero que veas cómo recupero todo lo que me pertenece.Valentina lo miró con los ojos brillantes.
—Estaré contigo. Pase lo que pase, esta vez no pienso dejarte solo.El viento movía las cortinas, y una línea de luz comenzó a dibujarse en el horizonte.
Santiago se puso de pie frente a la ventana, mirando las montañas a lo lejos. Sus ojos, ahora firmes, ardían con la misma determinación que antes lo había convertido en leyenda.—Desde hoy —dijo en voz baja—,
el hombre que murió… ha vuelto a la vida.Valentina se acercó, apoyando la cabeza en su hombro.
—Bienvenido de vuelta, Santiago.Él apretó su mano,
su voz fue apenas un susurro cargado de ternura: —Contigo aquí, tengo una razón para volver.Afuera, el mundo seguía lleno de peligros,
las conspiraciones aún se movían entre sombras. Pero dentro de aquella habitación, sus corazones latían al mismo ritmo.El amor se había convertido en su arma más afilada.
Y también, en su más profunda redención.