Capítulo 6: El eco del destino
Las noticias de la mañana cayeron sobre Santiago como una lluvia helada.
Todos los canales transmitían el mismo titular:“El magnate Santiago Larraín, fallece tras graves heridas en el accidente automovilístico.”
En la pantalla aparecía su retrato en blanco y negro, solemne,
seguido por la imagen de la sede del Grupo Larraín, con las banderas a media asta. Bajo el resplandor de los flashes, su padre, Ernesto Larraín, habló con voz compungida:—Mi amado hijo se ha ido demasiado pronto. Cumpliré por él todo lo que dejó inconcluso.
Después de aquella “conferencia de duelo”, el rumor se extendió rápidamente dentro del grupo:
en tres meses habría una asamblea general de accionistas para reestructurar la junta directiva. Ernesto asumiría el control total de la compañía, con el título legítimo de “heredero y continuador del legado Larraín.”El muerto, una vez más, no tenía derecho a defenderse.
Lejos del bullicio de la capital, en una pequeña clínica del sur,
la luz del sol se filtraba entre las cortinas, bañando la habitación en un tono dorado. Santiago dormía todavía. Su respiración era débil, la herida en la frente ya cicatrizaba. Valentina, junto a la ventana, escuchaba la radio con las manos heladas.—Lo han declarado muerto… —murmuró con voz temblorosa—.
¿Y si voy a la policía? ¿O será peor?Cada palabra del locutor la cortaba como un cuchillo.
Miró hacia la cama, donde él descansaba inmóvil.—Ni siquiera les importa saber que sigues vivo… —susurró—.
Si denuncio algo, puede que vengan a terminar lo que empezaron. Tienes que despertar, Santiago… necesito tu ayuda.Pero él no respondió.
Dormía profundamente. A veces despertaba unos minutos, solo para volver a caer en el sueño con un gesto de dolor. Eva —la doctora— había explicado que era una defensa natural del cerebro, una forma de sanar sin recordar.Pasaron unos días.
Santiago por fin pudo levantarse y caminar por la habitación. Ya no parecía tan frágil, aunque su mirada seguía vacía, como una hoja en blanco que había olvidado su historia.—Entonces… ¿de verdad me llamo Santiago? —preguntó con voz baja.
Valentina asintió, intentando mantener la calma.
—Sí. Fuiste… alguien muy importante. El director general del Grupo Larraín.
Santiago esbozó una sonrisa incrédula.
—¿CEO? Suena pretencioso. ¿Y cómo era yo antes?
Ella dudó unos segundos antes de responder:
—Eras un hombre difícil de acercarse. Inteligente, fuerte, impaciente con la mediocridad…
—bajó la voz—. Pero nunca te rendías ante el destino.Él pasó la mano por la cicatriz de su frente y sonrió con cierta ironía.
—Entonces era un tipo terco. No suena tan mal.
Desde aquel día, Valentina dedicó cada tarde a reconstruir su pasado.
Le contaba fragmentos de su historia, le mostraba fotos antiguas, artículos de prensa, entrevistas, discursos.Había impreso todo en una carpeta gruesa: “El cuaderno de la memoria.”
Santiago hojeaba las páginas en silencio. En las fotos, un hombre con traje perfecto y mirada distante lo observaba con severidad.—No parece el mismo que soy ahora… —dijo suavemente.
—Tal vez olvidarlo todo no sea tan terrible —respondió Valentina—.
A veces hay que perderse para poder empezar de nuevo.Él la miró de reojo, sin responder.
A veces ella sentía que su mirada tenía una calidez nueva, una curiosidad tranquila que la desarmaba. Como si él mismo se preguntara quién era ella y por qué, al acercarse, el corazón se le agitaba sin razón.Mientras tanto, en la capital, los rumores se multiplicaban:
“La sucesión será adelantada.”“Los antiguos socios están siendo presionados para vender.”“Ernesto tomará control absoluto en la próxima reunión.”Valentina comprendió que el tiempo se agotaba.
Tenía solo tres meses para devolverle a Santiago su identidad, antes de que todo lo suyo fuera borrado para siempre.Esa noche, la lámpara del cuarto proyectaba una luz tibia.
Santiago estaba sentado frente al escritorio, con el cuaderno de memoria abierto frente a él.Valentina, de pie junto a la ventana, respiró hondo antes de hablar:
—Deberías intentar recordar… no solo tu trabajo, sino también a las personas.
—¿Personas?
—Sí. Hubo muchas a tu alrededor, pero… parecías no confiar en nadie.
Ahora necesitamos ayuda. —bajó la voz—. Ni siquiera de mí deberías fiarte del todo.Santiago levantó la vista, sus ojos profundos y serenos.
—Ahora mismo, solo confío en ti.
La frase la golpeó como una corriente de aire cálido.
Él sonrió, apenas, lo suficiente para romper sus defensas.—Valentina… si tenemos que arriesgarnos, busquemos a este hombre.
—Señaló una foto en el cuaderno—. Agustín Rivas, mi abogado. No sé por qué, pero me inspira confianza.Ella lo observó con el corazón apretado.
Él siguió hablando, con voz tranquila:—No sé todo lo que perdí… pero conocerte de nuevo,
quizás sea lo mejor que me ha pasado.El viento movió suavemente las cortinas.
La luna iluminaba sus rostros con una claridad casi irreal.Valentina no respondió.
Solo lo miró, con los ojos brillantes, y comprendió —sin poder evitarlo— que estaba enamorándose, otra vez, del mismo hombre.