Capítulo 9 — La ternura antes del amanecer
La herida de Santiago aún no terminaba de cerrar, pero se negó a permanecer en cama.
—La vida no es para esconderse —dijo con voz firme, mientras la luz del sol entraba por la ventana, iluminando su camisa entreabierta y dejando al descubierto la decisión que ardía en su pecho.Valentina entró con una bandeja de desayuno.
Lo encontró de pie, apoyado junto a la ventana, revisando un fajo de documentos. Eran los informes confidenciales que Agustín había traído desde Santiago: el reporte de la muerte de su madre, copias de los balances financieros y una imagen borrosa de una cámara de seguridad.—Deberías descansar —murmuró, arrebatándole los papeles con suavidad.
Santiago levantó la vista y esbozó una sonrisa cansada.
—He descansado demasiado.Su mano se posó sobre la de ella, cálida, temblorosa.
—Valentina, esta vez no lo hago por venganza.—Lo sé —respondió ella, bajando la voz—. Lo haces por ella… y por ti mismo.
Se miraron en silencio.
El viento movía las cortinas, y la luz del sol bailaba entre ellos como una promesa apenas nacida.Durante los días siguientes, Agustín iba y venía entre el pueblo y la capital.
Desde la sombra, estaba reactivando las acciones de Santiago y negociando con antiguos accionistas. Algunos lo hacían por lealtad, otros por miedo o conveniencia. El tablero del poder volvía a moverse, en silencio, como un animal que despierta.Valentina también actuaba, pero de otro modo.
Bajo el pretexto de una “luna de miel”, viajaba con Santiago por el sur: los lagos, la costa, los valles escondidos. Cada destino tenía un propósito oculto: reuniones secretas con la policía, entrega de pruebas, encuentros discretos con investigadores.Santiago no lo sabía.
Él creía que ella solo quería mostrarle el mundo. —¿Por qué estos lugares? —le preguntó una vez. Valentina sonrió, mirando el horizonte. —Porque quiero que aprendas a soltar… antes de volver a recuperar todo.Esa noche, en una cabaña junto al lago, el agua susurraba y el cielo se abría lleno de estrellas.
Valentina estaba recostada en sus brazos. Sus dedos dibujaban líneas invisibles en su palma. —¿Sabes? —dijo con voz baja—. A veces siento que vivimos dentro de un sueño. Un sueño donde existes tú, la luz… y la calma. Pero tengo miedo. Miedo de despertar y que todo desaparezca.Santiago no respondió. Solo la abrazó con más fuerza.
Pasaron varios segundos antes de que él susurrara en su oído: —Entonces no despertemos. Y si algún día tenemos que separarnos, quiero que recuerdes esto: Te amé con todo lo que soy.Los ojos de Valentina se llenaron de lágrimas, pero logró sonreír.
—Apuesto que antes también decías esas cosas —bromeó. Él negó con suavidad. —No. El hombre que era antes solo sabía romper corazones. El de ahora… solo quiere verte sonreír.Al día siguiente, fueron al otro lado del lago.
Había una pequeña cafetería vieja, con fotos amarillentas colgando en las paredes. Santiago pidió dos cafés negros. Cuando tomó la taza, sus dedos temblaron.Un sonido familiar —el de una taza cayendo— le estalló dentro de la cabeza.
La imagen regresó con brutalidad: el café deslizándose sobre el tablero, la pérdida de control del volante, la mirada aterrada de su madre, el golpe blanco de la luz.Se quedó inmóvil, pálido.
Valentina lo tomó de las manos. —Santiago, ¿qué te pasa?Él murmuró casi sin voz:
—Aquel día… una taza cayó sobre mi parabrisas. Alguien había manipulado el coche. Justo después de eso… perdí el control.El corazón de Valentina se contrajo.
Sabía que su memoria había regresado por completo. Y con ella, el final de su breve paz.Esa noche, el viento arrugaba el lago.
La luna se quebraba en mil fragmentos sobre el agua. Santiago, sentado frente a la ventana, permanecía en silencio. Valentina se acercó por detrás y lo abrazó.—¿Te arrepientes de haberlo recordado todo? —susurró.
—Lo único que lamento —respondió con voz baja— es no haber entendido antes qué era la felicidad. Creí que el poder me daba el control del mundo, pero ahora sé que lo único que temo perder… eres tú.Las lágrimas de Valentina cayeron al fin.
—Si algún día tenemos que separarnos… ¿me odiarás? Él giró, tomó su rostro entre las manos. —Solo si dejo de respirar.A la mañana siguiente, Valentina recibió un correo cifrado.
“Pruebas confirmadas. La policía actuará en tres días.”Su pulso tembló.
Tres días para el fin. Tres días para la verdad, o para el abismo.Miró hacia la ventana.
Santiago estaba allí, con la luz del amanecer bañando su perfil. Sonreía, tranquilo, sin saber que todo estaba a punto de cambiar.Valentina pensó:
Antes de que llegue el amanecer… quiero que este amor dure para siempre.Hay personas destinadas a amarse justo antes de la tormenta.
Porque solo así, su amor puede desafiar al destino.