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Capítulo 3: La Estrella Caída

Capítulo 3: La Estrella Caída

El cielo de Santiago llevaba tres días llorando sin descanso.

Las noticias, los canales financieros, las redes sociales… todos repetían el mismo nombre:

Santiago Larraín.

El hombre al que llamaban “el milagro financiero de Chile.”

A los veintinueve años tomó el control del Grupo Larraín, una empresa familiar al borde del colapso,

y en apenas cinco años la llevó a la cima del capital sudamericano.

Era frío, preciso, implacable.

Los medios lo apodaron “el depredador sonriente.”

Y ahora, en la cama de un hospital, ese depredador yacía inmóvil,

como una escultura rota por el peso del destino.

El sonido del respirador era su única voz.

El parpadeo del monitor cardíaco parecía marcar la cuenta regresiva

del derrumbe de un imperio.

—Está vivo, sí…

Pero estar vivo no siempre significa existir.

Sede del Grupo Larraín

El aroma a champaña y ambición llenaba la sala de reuniones.

Bajo el pretexto de “mantener la estabilidad de la empresa”,

Ernesto Larraín finalmente había logrado lo que llevaba años esperando.

En la pantalla principal aparecía el nuevo anuncio:

“El consejo directivo aprueba por unanimidad la creación del Comité Ejecutivo Temporal, presidido por el exdirector Ernesto Larraín.”

Por un instante, los aplausos, las sonrisas, las burbujas del brindis…

todo parecía el eco distante del derrumbe de una corona.

Agustín, con el rostro pálido, irrumpió en la sala.

Llevaba en la mano un informe médico:

“El paciente ha perdido la conciencia y no posee capacidad legal para firmar documentos.”

Exactamente lo que Ernesto necesitaba.

Santiago acababa de perder su derecho a firmar.

Y el control de las acciones principales pasaba automáticamente

a su “tutor legal”: su propio padre.

En apenas tres días, el imperio que Santiago había levantado con precisión quirúrgica

fue tomado por las manos que más había aprendido a desconfiar.

—Señor, mis condolencias —murmuró uno de los jóvenes directores a Agustín.

¿Condolencias?

Esa palabra se decía en los funerales.

Y de pronto, Agustín sintió que el mundo acababa de comenzar

el funeral de un hombre que aún respiraba.

Mientras tanto, en otro punto de la ciudad

Valentina Muñoz estaba sentada frente a su computador.

Las noticias financieras se actualizaban una y otra vez:

“Reestructuración temporal en el Grupo Larraín: el exdirector general ha perdido sus facultades.”

“Fuentes internas aseguran que Santiago Larraín podría permanecer en coma indefinido.”

“¿El genio financiero de Chile llega a su fin tras un accidente?”

Cada titular era una aguja de hielo perforándole el pecho.

Sus dedos temblaban, la respiración se le deshacía en el aire.

La escena de aquella noche regresó con violencia:

la lluvia, el cristal, la sangre, el ruido del impacto.

Ella pensó que si él sobrevivía, podría dormir en paz.

Pero ahora, él vivía… solo para perderlo todo.

Y todo comenzó por ella.

Lo había odiado, lo había maldecido,

había deseado que sintiera el sabor de la derrota.

El destino escuchó su deseo…

y fue demasiado generoso.

Hospital de la Clínica Alemana

La noche caía densa sobre Santiago.

María, la madre de Santiago, observaba la ciudad desde la ventana del cuarto.

El televisor mostraba la sonrisa calculada de Ernesto frente a los periodistas:

“Solo custodiaré la empresa hasta que mi hijo se recupere,”

—decía con voz templada.

Qué mentira tan elegante.

María miró la cama, la mano inerte de su hijo,

y susurró con voz quebrada:

—Tu padre nunca ha querido verte despertar…

Solo quiere que sigas dormido para siempre.

El aire era espeso, imposible de respirar.

El sonido del monitor era un metrónomo de tragedia,

marcando la cuenta regresiva hacia el olvido.

En el departamento de Valentina

La lluvia seguía golpeando los ventanales.

Ella sostenía una taza de café frío, como si aún estuviera allí,

en aquel puente donde todo cambió.

Abrió un foro anónimo.

El título brillaba en la pantalla:

“El accidente de Larraín: ¿Destino o castigo?”

Miles de comentarios se agolpaban,

hablando de su arrogancia, su frialdad, su caída.

Nadie sabía que esa caída tenía también su sombra.

Cerró la computadora. Las lágrimas le nublaron la vista.

—Debería ir a verlo —susurró—.

Al menos… le debo una disculpa.

En el reflejo del cristal, su rostro estaba pálido,

los ojos vacíos, cargados con algo más profundo que el miedo:

la culpa.

La noche siguió avanzando.

En la habitación del hospital, todo parecía quieto.

Santiago no se movía.

Hasta que, de pronto, la línea del monitor

titiló con un leve temblor.

Apenas perceptible, pero real.

Como una gota cayendo en un océano oscuro…

sin sonido, pero con un eco que se expande en la profundidad.

El tablero del destino no se había detenido.

Solo había cambiado de jugador.

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