Mundo ficciónIniciar sesiónÉl tenía muchas dudas con respecto a cómo fue la relación con el padre del bebé que ella esperaba, pero entendía que debía ser un tema sensible todavía considerando cómo se expresaba.
—Déjame pasar y te lo cuento.
Había una mujer entrada en los cincuenta que los observaba curiosa.
Debía ser una buena vista; él con su traje Armani y sus zapatos lustrados recostado en la bisagra intentando convencer a Isabella de que lo dejara pasar.
—Pero te vas de una vez. —Le abrió el paso.
—No creo —comentó al entrar—. Tengo algo que proponerte y no sé si quieres que me vaya de inmediato.
—Yo hubiese preferido no verte más, pero no estamos para lo que yo quiera, ¿verdad? —Se dirigió a un descolorido sofá, se sentó y cruzó las piernas. Se soltó el cabello, que cayó sobre su pecho; cubrió la vista tan deliciosa que tenía él de sus senos pequeños y redondos.
Leo observó la sedosa cabellera que caía sobre su regazo. Ella apoyó sus manos en los muslos. Vio cómo sus ojos poco a poco perdían el sueño que él notó cuando llegó. Se maldijo por haberla despertado, pero no podía esperar más tiempo. Eran pasadas las ocho de la noche, y cuando él se enfocaba en algo, ameritaba cumplirlo lo más pronto posible. Su meta en ese momento era conseguir una respuesta afirmativa de una joven increíble, una que conoció en una cafetería y que tiró café sobre su camisa blanca.
Isabella inspiraba un efecto extraño en él, entre cariño y deseo de protegerla. Era algo que no había sentido por nadie en su vida. Exudaba un aire de vulnerabilidad mientras la miraba directo a sus ojos grises, que le dieron a entender que no le temía, que ella no lo hacía en absoluto. Ahí capturó su esencia y se dio cuenta de que ella lo deseaba, tal vez tanto como él la deseaba a ella. Esto le dejó un desasosiego en su maltrecho corazón. No podía confiar en nadie más. Las mujeres solo lastimaban y buscaban ventaja sobre hombres con dinero, y lamentablemente él tenía mucho. Para su desgracia, Isabella no dijo nada más por un largo rato y no lo invitó a sentarse. Él se quedó de pie mirándola; codiciaba su esbelto cuerpo.
—¿Entonces qué? ¿Solo viniste a verme? Igual podría enviarte una foto. Seguro que tu chofer no se enoja por tener que venir a buscar una foto mía.
Era increíble la cantidad de disparates que podía soltar en cuestión de minutos. Su cabecita no paraba de crear ideas y escenarios descabellados, y eso en vez de alejar a Leo lo que hacía era cautivarlo. Era aire fresco para un corazón lleno de hierba mala.
—Vine a pedirte que seas mi esposa.
Solo había una manera de terminar rápido con todo aquello, así que puso sus cartas sobre la mesa sin tapujos ni paños tibios. Esperaba que Isabella aceptara la jugada.
Vio cómo sus ojos pasaron de relajación a asombro, de asombro a confusión y de confusión a… alegría
¿Alegría?
Ella comenzó a reírse como una desquiciada golpeándose los muslos desnudos como si Leo hubiese hecho el mejor chascarrillo del mundo.
Leo se soltó el botón del traje, se arrodilló frente a ella y tomó sus manos entre las suyas. Al sentir su tacto, ella se quedó quieta y lo observó con los ojos abiertos de par en par. Capturó su atención por completo y volvió a decirle:
—Quiero que seas mi esposa.
—La broma es buena, pero, si la repites, pierde gracia —opinó sin soltar sus manos.
—No es una broma, Isabella.
Ella se lo pensó un momento. La sonrisa se fue de sus labios. La cercanía embrujó a Leo. Sin pensarlo, se acercó más a ella y se volcó en sus labios, suaves y cremosos. Ella no se alejó y él se sintió morir ante el contacto. No pasaron dos segundos antes de que ella envolviera las manos sobre su cuello y lo acercara más. Pedía más cercanía, más de él. Leo no se hizo de rogar y la agarró de la cintura. Ella abrió las piernas y él quedó entre ellas. Sintió su calor, su cuerpo casi al máximo. Se besaron con codicia, con una gula desmedida. Ella acarició su cuello y su cabello con sus pulgares; pasaba con suavidad sobre su mandíbula y gemía en su boca. Su pene se endureció en sus pantalones y tiritó por un contacto de las delicadas y pequeñas manos de Isabella.
Hasta que todo se detuvo y ella se alejó de él como si fuera la peste.
—¡¿Qué hiciste?! —vociferó.
Él casi gruñó cuando el calor de su boca se fue.
—Creo que ambos nos besamos. Era lo que deseábamos desde que nos vimos.
—No.
Se levantó del mueble y pasó por su lado. Él seguía hincado en el piso, como si hiciera una propuesta matrimonial o como si estuviera de castigo.
Irónico, pues en ese instante se creía ambas cosas.
—Tú y solo tú lo habrás querido desde esta mañana. —Puso los brazos en sus caderas. Sus pezones sobresalían en su blusa fina.
Leo levantó las cejas divertido por su negación absurda.
—Tu boca podrá decir lo que quieras, pero tus pezones hablan bastante desde aquí —los señaló, se levantó del piso y sacudió sus pantalones.
Se quitó el traje, lo tiró sobre el sofá y se recogió la camisa hasta los antebrazos.
—Hazle caso a mi boca, que es la que puede morderte si vuelves a tocarme. —Tiró su sedoso cabello sobre su pecho y ocultó su propia excitación.
—No tengo problema con que me muerdas con esa boquita tuya, Isabella. Ya sé que puedes hacer mejores cosas con ella.
Ella soltó una maldición y se pasó ambas manos por el cabello negro. Por un momento pensó que iba a ponerse a patalear, ya que sus pies se sacudieron sin razón.
—¡¿Por qué haces eso?! ¿No puedes venir y decir que quieres que sea tu esposa, besarme y decirme esas cosas y pensar que todo está bien? ¿Creer que es un maldito chiste? —Se acercó a él con rapidez. Sin darle oportunidad, se puso de puntillas y olisqueó su boca.
El gesto lo tomó completamente desprevenido. ¿Acaso había perdido la cordura? ¿Volvería a besarlo con esa pasión que él ya había probado?
—No hueles a alcohol. —Lo empujó con sus diminutas manos—. ¡No puedes estar hablando en serio! —Al menos esa era la intención que tenía, porque al ver que su acción no tuvo el efecto deseado se fue refunfuñando hasta la cocina—. Necesito un café.
—Las embarazadas no toman café. No sé si te dieron eso en clases de Mamá 01.
Ella lo fundió con la mirada.
Él se pasó los dedos índice y pulgar por la boca y simuló cerrar con un cierre sus labios.
La noche iba a resultar eterna, pero de una cosa estaba seguro: no se iría sin un sí como respuesta.







