Mundo de ficçãoIniciar sessãoAl leer la noticia, su expresión cambió de inmediato.
¿¡Embarazada!?
Claro... ahora que lo pensaba, aquella noche no había tomado ninguna medida de precaución.
Y después de eso, jamás volvió a verla ni supo si ella había hecho algo al respecto.
A juzgar por los hechos... claramente no lo hizo.
Su rostro se endureció visiblemente.
Una sombra de preocupación —y enojo— apareció en sus ojos.
El representante italiano notó el cambio y preguntó con cortesía:
—¿Ocurre algo, señor Leonel?
Leonel reaccionó rápido y recuperó la compostura:
—Ah... no, nada grave. Solo un asunto interno sin importancia.
El italiano asintió, aliviado.
—Nuestro presidente viajará a Alemania en unas semanas para visitarlo en persona y firmar los acuerdos finales.
Como su representante, puedo decirle que estamos muy satisfechos con la solidez del Grupo Familiar Muñoz. Nos sentimos seguros de asociarnos con ustedes.
Leonel, disimulando su frustración, le devolvió una sonrisa:
—El honor es mío. Estoy convencido de que nuestra colaboración será muy exitosa.
Ambos se pusieron de pie y estrecharon las manos con firmeza.
El italiano añadió con entusiasmo:
—El presidente vendrá acompañado de su esposa.
Esperamos que usted también asista con la suya.
Leonel asintió con una sonrisa mientras estrechaba la mano del representante:
—Sin duda los estaré esperando con gusto.
Apenas despidió a la delegación italiana, la sonrisa en su rostro desapareció al instante.
Sus ojos, alargados y profundos, se entrecerraron peligrosamente, y el ángulo ascendente de sus párpados dejaba escapar un frío gélido.
¿¡Aquel mujer se atrevió a quedarse embarazada a sus espaldas!?
Y lo que era peor, ¡por poco lo hace perder la compostura frente a un contrato de miles de millones!
Era hora de ajustar cuentas.
El hijo de Leonel Muñoz... no era algo que cualquiera pudiera tener.
Con una zancada firme, estiró las largas piernas y salió con paso decidido del edificio.
Al percibir la repentina frialdad del presidente, los asistentes se miraron entre sí, desconcertados.
Un minuto antes estaba encantador con el representante italiano, y al siguiente, el ambiente se volvió helado.
Leonel salió del edificio y abrió la puerta del coche.
En cuanto se sentó, marcó el número de su asistente, Tomás, desde su teléfono móvil.
—Habla. ¿Qué está pasando exactamente?
Tomás, con la voz agitada, respondió con emoción:
—Señor, acabo de hablar con el médico. Confirmado: la empleada está embarazada de seis semanas... y el bebé está en perfecto estado.
Leonel entornó los ojos.
Seis semanas... eso significaba que había quedado embarazada justo después de aquella noche.
Además, él había sido su primer hombre. Eso lo sabía con certeza.
Entonces ese niño... era suyo.
Y en cuanto entendió eso, la presión en su pecho aumentó.
No era de extrañar que aquella noche hubiera rechazado el cheque que él le ofreció.
¡Ahora todo tenía sentido!
¿Cinco millones de dólares?
Para el Grupo Familiar Muñoz eso no era nada.
Pero si en su vientre llevaba al futuro heredero...
Ni cinco mil millones habrían sido suficientes.
Qué mujer tan astuta y codiciosa.
Hace un momento todavía pensaba que era inocente, que quizás también había sido víctima de una trampa... pero no.
Había osado meterse en su cama, fingir pureza, y ahora pretendía chantajearlo con un embarazo.
Así que era eso lo que ella había planeado...
Mujer... estás acabada.
Con el rostro severo y la mirada gélida, Leonel pisó el acelerador y condujo a toda velocidad hacia el hospital.
******
Silvina despertó en la habitación del hospital, confundida, con la mente nublada y el cuerpo aún débil.
Abrió los ojos lentamente y lo primero que vio fue un entorno completamente desconocido: una decoración exquisita, muebles elegantes y cortinas de seda que dejaban pasar una luz cálida.
¿Dónde estaba?
Intentó incorporarse, pero antes de poder hacerlo escuchó voces apagadas al otro lado de la puerta.
—La señora Leonel ha despertado, prepárense de inmediato —susurró alguien con prisa.
Un segundo después, la puerta se abrió de golpe y una docena de médicos y enfermeras con uniformes impecables entraron en la habitación.
Silvina se quedó inmóvil, sorprendida, sin entender absolutamente nada.
Recordaba claramente que antes de desmayarse estaba en la empresa, preparándose para una reunión importante.
¡Dios! ¿Cómo había podido olvidar una cita tan crucial?
Cuando trató de levantarse, el médico principal se apresuró a detenerla con una sonrisa amable.
—Señora Leonel, por favor, no se levante todavía. Debe guardar reposo. Todo está bien: su bebé está sano y fuerte. El señor Leonel llegará en unos minutos.Las palabras la golpearon como un rayo.
El color desapareció de su rostro, sus ojos se abrieron de par en par, y con manos temblorosas tomó al médico por la bata.
—¿Qué dijo? ¿Un bebé? ¿Está diciendo que estoy... embarazada? —su voz se quebró entre incredulidad y miedo.
El médico asintió, con esa calma profesional que contrastaba cruelmente con el caos que se desataba dentro de ella.
Entonces, la puerta se abrió de nuevo.
Leonel apareció.
Entró con paso firme, su figura alta proyectando una sombra imponente. El corte perfecto de su traje y la serenidad fría de su rostro lo hacían parecer un rey entre súbditos.
—Presidente... ella... —murmuró el médico, vacilante.
—Lo sé. Salgan todos —ordenó Leonel con voz grave.
Su autoridad llenó la habitación. Nadie se atrevió a replicar. Los médicos y enfermeras bajaron la cabeza y salieron apresuradamente, dejando el silencio más denso que nunca.
Silvina levantó la vista y, al verlo, sus lágrimas comenzaron a caer como cuentas rotas de un collar.
No podía controlarlas.Leonel la miró sin el menor rastro de compasión.
—No hace falta que sigas fingiendo —dijo con frialdad—. Tus lágrimas no me impresionan.Sacó una chequera de su bolsillo, arrancó una hoja y la arrojó sobre la cama.
—La última vez te ofrecí cinco millones de dólares. Dijiste que no. Muy bien, aquí tienes un cheque en blanco. Escribe la cifra que quieras. Pero hay una condición: aborta y desaparece. Quiero que salgas del país y no vuelvas jamás a cruzarte en mi camino.
Silvina lo miró con incredulidad, el corazón encogido por una mezcla de rabia y dolor.
Sí, aquella noche había sido un accidente, un error.Pero el niño era inocente.¿Con qué derecho podía él decidir sobre su vida? ¿Con qué derecho podía condenarla con una sola frase?Sus ojos, empañados en lágrimas, se alzaron hacia ese rostro hermoso y cruel.
—Ese bebé también es mío —dijo con voz temblorosa—. No creo que debas ser tú quien decida solo su destino.
Leonel entrecerró los ojos, la voz helada como una cuchilla:
—Tú no decides nada. Este hijo no va a nacer.
Justo en ese instante, una voz profunda, firme y llena de autoridad retumbó desde la puerta abierta:
—¡Leonel! ¿Quién te dio derecho a decir semejante cosa?







