El eco de los pasos retumbaba por la escalera central, mientras Dante subía con el arma en alto, el rostro endurecido por la furia. A su lado, Alonzo se movía como una sombra letal, los ojos alertas, el dedo rozando el gatillo. El estruendo de las botas de sus hombres invadía el segundo piso como una tormenta imparable.
—¡Los quiero a todos muertos maldita sea! —ordenó Dante, y la metralla estalló.
Los cristales de una galería lateral estallaron en mil pedazos, los marcos de las puertas saltaron por los disparos, y el aire se llenó del aroma de la pólvora y el sudor. Uno de los enemigos intentó asomarse desde un pasillo y cayó con una bala entre ceja y ceja. Otro corrió hacia la terraza, pero Alonzo lo abatió de un disparo certero en la pierna, y luego otro en el pecho.
—¡Limpien todo! ¡No dejen rastro! —rugió Dante, mientras giraba por el corredor.
La casa crujía de tensión. Gritos ahogados, puertas abiertas a la fuerza, pasos precipitados. Cada rincón era inspeccionado, cada sombra