El silencio de la sala de tortura era tan espeso que parecía un muro. Solo el zumbido de la bombilla oscilante y los jadeos de los dos hombres atados rompían esa quietud que precede a la violencia. Las paredes de piedra estaban manchadas con sombras antiguas, testigos mudos de siglos de sangre y secretos.
Dante caminaba lentamente alrededor del segundo hombre. El tipo tenía la cabeza agachada, el rostro cubierto de moretones, los labios partidos. Alonzo lo observaba desde la entrada, apoyado en el marco, con los brazos cruzados sobre el pecho, como un centinela silencioso. Sus ojos seguían cada movimiento de su amigo, sin intervenir, sin apartarse.
Sobre una mesa metálica descansaban instrumentos que no pertenecían a este siglo: tenazas, ganchos, pinzas, un soplete portátil. Pero Dante no los había tocado todavía. Caminaba. Miraba. Juzgaba. Y de pronto, se detuvo.
—Bolsa —ordenó sin mirar atrás.
Uno de los hombres de Dante se acercó y, sin vacilar, colocó una bolsa de plástico negra s