Aurora bajó la mirada.
Sus manos temblaban, su mente era un torbellino. Pero sus ojos... sus ojos se fueron endureciendo. Lentamente. Como si algo dentro de ella se rompiera, o más bien, se reacomodara para siempre.
Miró de nuevo a Dante. A sus manos ensangrentadas. A Ulises, colgado como una carcasa, apenas humano. A todo ese infierno que ardía bajo la mansión mientras arriba la luz del sol acariciaba sábanas blancas.
—No voy a meterme —dijo, con voz baja, pero firme.
Dante la observó en silencio, sus cejas ligeramente alzadas, sorprendido.
—¿Qué dijiste?
Aurora respiró hondo. Dio un paso hacia atrás, recuperando la distancia. Su expresión era serena, casi ausente.
—Haz lo que tengas que hacer con él. No me importa.
Sus palabras cayeron como una losa de granito.
Ulises alzó la cabeza con esfuerzo, la voz rota por la incredulidad.
—A-Aurora… tú… no puedes…
Ella lo miró, y sus ojos eran fríos como el acero.
—Tú me tuviste encerrada, sola, muerta de miedo —dijo—. Me maltrataste, casi ab