Aurora abrió los ojos de golpe, jadeando suavemente, como si despertara de una pesadilla… solo para encontrarse atrapada en una aún peor.
Su visión estaba borrosa al principio, pero pronto distinguió las sombras de la habitación: un lugar desconocido, rústico, con paredes de madera, una ventana sellada y la única fuente de luz. Intentó moverse, pero un tirón en sus muñecas la detuvo en seco.
Ella estaba atada. Brazos extendidos a los extremos del cabecero, tobillos sujetos al marco de la cama. No podía moverse. No podía huir.
El pánico trepó por su pecho como una serpiente helada, mientras una punzada de angustia le subió por el pecho como una marea oscura.
—¿Qué… qué es esto? —susurró, aunque no había nadie para oírla.
El pánico se apoderó de su cuerpo. Empezó a forcejear, la respiración se le aceleró. El sudor frío se mezclaba con las lágrimas que comenzaron a escurrirse sin que ella pudiera detenerlas.
—¡No! ¡No! —exclamó con la voz rota. — ¿Dónde estoy?
Al otro lado de una panta