Antonio sonreía. No una sonrisa cortés ni una mueca ensayada, sino una sonrisa amplia, abierta, que desnudaba su alma oscura y arrogante. Sentado en el viejo sillón de cuero, con una copa de coñac en la mano y el rostro bañado por la luz tenue que se colaba por la ventana sucia de la habitación, parecía disfrutar de la decadencia como un rey en su trono de ruinas.
—Todo es cuestión de tiempo, Mateo —dijo con voz baja, pero cargada de veneno —. Dante caerá. Su arrogancia lo ciega, su debilidad es Aurora, y el amor... El amor siempre ha sido un excelente punto de presión.
Mateo, de pie a un lado, no respondió. Sus ojos miraban con discreta preocupación. Había en Antonio algo roto, algo que ya no se sostenía con razones, solo con odio.
Mientras tanto, en la mansión de Sicilia, Dante subía las escaleras hacia la terraza. Necesitaba aire. La tensión de las últimas horas, las amenazas constantes, la certeza de que todo podía derrumbarse en un segundo, le pesaban como una piedra en el pecho.