El rugido de los motores rompía la noche como una amenaza inminente. Alonzo iba al frente de las dos camionetas que daban vuelta en la intersección, alejándose del grupo de Dante.
El volante crujía bajo sus manos, y la rabia le recorría los músculos como electricidad. Su mente repasaba posibilidades, rutas, amenazas. El mensaje seguía brillando en su celular, como una bomba silenciosa: “Van por el niño. Dos hombres. Contrataron asesinos. El jefe es Antonio.”
Cuando divisó los muros de la mansión a la distancia, supo que ya era tarde.
Una explosión iluminó la entrada principal, lanzando fuego y escombros al cielo nocturno. El estruendo retumbó hasta lo más profundo de su estómago. Un grito escapó de su garganta.
—¡No!
Pisó el acelerador a fondo. Las camionetas lo siguieron, y en segundos llegaron a la escena del infierno.
El portón había volado en pedazos. La fachada estaba chamuscada, con columnas fracturadas y ventanas destrozadas. El jardín ardía en múltiples focos. Y en medio de e