Las llamas devoraban una parte del muro trasero. Los disparos eran constantes, secos, frenéticos. Los gritos de hombres heridos retumbaban entre los pasillos mientras las balas perforaban ventanas y paredes. La mansión estaba en guerra.
Alonzo disparaba sin detenerse desde la galería, cubriendo la zona del bosque. Su rostro estaba cubierto de sudor y sangre seca. Cada bala era una sentencia. Cada caída enemiga, un paso más cerca de proteger a los suyos.
—¡Avanzan por el flanco izquierdo! —gritó uno de sus hombres desde una ventana. —¡Son al menos diez más!
—¡Maldición! —Alonzo giró y dio instrucciones rápidas—. ¡Giorgio, conmigo! ¡Tomen las escaleras traseras y flanqueen por el nivel dos!
El eco de los disparos se mezclaba con el olor a pólvora y tierra húmeda. Había cuerpos por todas partes, y sin embargo, Alonzo tenía su mente en una sola cosa: Bianca. Ella estaba allí, no se había marchado, no había obedecido.
Y entonces la vio. Desde el segundo piso, salía con una escopeta colgada