Dante no tuvo que esperar mucho. Apenas habían pasado diez minutos cuando escuchó el sonido de pasos firmes, seguros, acercándose por el pasillo de urgencias. Se volvió despacio, con una expresión de acero en el rostro.
Vittorio.
El hombre avanzaba rodeado de dos de sus propios escoltas, su porte impecable a pesar del caos. Traje oscuro, cabello peinado hacia atrás, mirada helada. Como si la gravedad de la situación no fuera suficiente para doblegar su arrogancia.
Se detuvo a pocos metros de Dante, y durante unos segundos, ninguno de los dos habló. Era como si el hospital entero contuviera el aliento ante el choque de dos tormentas.
Finalmente, fue Vittorio quien rompió el silencio.
—¿Qué demonios hiciste, Dante?
La voz era baja, venenosa. Dante entrecerró los ojos, cruzando los brazos sobre su pecho ensangrentado.
—Yo no disparé contra Francesco —respondió con calma asesina—. Si quisiera matarlo, estaría muerto.
Vittorio dio un paso adelante, el ceño fruncido.
—Mis hombres dicen que