Desesperado

Dante miró la escena y lo peor pasó por su cabeza, lo peor al imaginar a Aurora.

—¡Mierda! —rugió Dante, corriendo hacia él.

Se arrodilló junto a Francesco, con las rodillas deslizándose sobre el suelo manchado de rojo, y de inmediato presionó dos dedos contra el cuello del hombre, buscando un pulso que tardó demasiado en llegar. Estaba débil, casi imperceptible, pero aún latía.

Dante iba a levantarlo, pero en ese momento la mano temblorosa de Francesco se aferró a su brazo con una fuerza desesperada, casi animal. Los ojos del viejo se entreabrieron apenas, brillando con una mezcla de dolor y súplica.

—Antonio... se llevó... a mi niña... —murmuró con voz rota, casi sin aliento—. Búscala... tráela... tráela de nuevo a mí...

Dante apretó los dientes, luchando contra el torbellino de furia que le atravesó el pecho como un cuchillo. Asintió, aun sabiendo que Francesco quizá ya no lo veía.

—Lo juro —susurró entre dientes, con el corazón ardiendo.

Levantó la mirada y lo que vio terminó de
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