El viento golpeaba las hojas de los árboles con una furia extraña, como si el bosque que rodeaba la mansión de Dante también presintiera lo que estaba por ocurrir. A lo lejos, el motor encendido de una camioneta negra rugía bajo la tensión del momento. Vittorio sostenía con fuerza el volante, con los nudillos blancos, los ojos clavados en la imponente entrada de hierro forjado.
La puerta lateral del vehículo se abrió de golpe.
Antonio, con la camisa manchada de sangre seca y el rostro descompuesto por el pánico, se dejó caer en el asiento del copiloto. El sonido metálico de la puerta al cerrarse resonó como un disparo en medio del silencio denso.
—¿Qué diablos pasó? —espetó Vittorio sin darle tiempo a respirar—. ¿Dónde está Fiorella?
Antonio giró apenas el rostro, los ojos desorbitados, la voz entrecortada.
—Arranca. ¡Ahora, Vittorio! Si no quieres que Dante nos atrape también, ¡muévete!
Vittorio giró bruscamente hacia él, sus ojos se tornaron oscuros, llenos de una furia que le salía