El auto se detuvo frente a la entrada del hotel más exclusivo de Madrid, en plena milla de oro. Un edificio de mármol blanco y ventanales encendidos que parecían custodiar secretos demasiado pesados para la luz del día. Las columnas, altísimas y perfectas, proyectaban sombras sobre la alfombra roja como guardianes silenciosos que advertían: una vez dentro, no habría retorno.
La calle parecía contener la respiración. Desde la Gran Vía llegaba un murmullo incesante de ciudad despierta: motores que zumbaban, pasos apresurados, conversaciones fragmentadas y risas que se disolvían en la noche como humo. En contraste, la entrada del hotel estaba dominada por un orden inquietante, un lujo contenido que parecía calcular cada detalle. Choferes uniformados abrían puertas con movimientos mecánicos; botones impecables vigilaban el flujo de invitados, y los flashes de las cámaras explotaban como bengalas, impacientes por atrapar cualquier gesto que pudiera transformarse en titular.
Max salió prime