55. La Sentencia
—Lorena —dijo con voz melosa —, qué amable de tu parte venir tan rápido. Siéntate, por favor. Estemos cómodas para esta conversación.
No me senté. Crucé los brazos sobre el pecho y sentí la adrenalina recorrerme las venas como fuego líquido.
—¿Qué quieres, Isabela? —escupí las palabras—. No tengo tiempo para tus juegos ni para tu teatro.
Sonrió, desplegando esa sonrisa venenosa que tantas veces había usado. Se levantó con calma deliberada, caminando alrededor de la mesa con la gracia estudiada de una pantera en acecho. El clic de sus tacones resonaba como una amenaza.
—¿Juegos? Sí, esa es la palabra perfecta. Porque eso es lo que llevas haciendo, ¿no? Fingiendo, posando para las cámaras, pretendiendo que nada te importa, que ya no te duele. Pero yo sé la verdad, Lorena: te importa. Te consume por dentro. Puedo verlo en tus ojos.
Sostuve su mirada en silencio, negándome a darle la satisfacción de una respuesta.
De pronto bajó la voz hasta casi un susurro íntimo, acercándose demasiado: