55. La Sentencia
Salí del café con el eco de las palabras de Max resonando en mi cabeza como un tambor de guerra:
—No vayas. Es una trampa.
Pero ¿cuándo no lo había sido todo en esta vida nuestra? Cada paso, cada mirada y cada promesa habían sido cadenas disfrazadas de caricias. Y aun así, ahí iba yo, caminando directo hacia el fuego, porque ya no podía seguir huyendo de las sombras que me perseguían.
El tráfico de Madrid rugía con la desesperación de siempre: cláxones, voces furiosas, motores cansados. Ese ruido era perfecto para mi mente, que no dejaba de girar como una máquina desbocada. Levanté la mano y detuve un taxi. El conductor me miró con fastidio, como si cargar con mis prisas fuera un castigo, pero le di la dirección de la constructora y lo obligué a aceptar.
Mi teléfono vibraba sin descanso en el bolso. No necesité mirar: era Max, con sus intentos desesperados por controlarlo todo, por retenerme en la misma telaraña que había tejido alrededor de mí durante años. Pero no; no esta vez.
Cerré