54. Pruebas y Mentiras
El aire en la oficina de Alejandro se volvió espeso, como si cada molécula se rebelara contra mi respiración. Una electricidad contenida se expandía desde la puerta, donde Max estaba plantado, con el pecho subiendo y bajando al compás de una furia que apenas podía contener.
Sus ojos —esos que conocía demasiado bien, capaces de arrancarme el aire tanto en medio de una caricia como de una pelea— ahora estaban manchados con algo más oscuro: traición, dolor y rabia, todo mezclado en un destello que me paralizó por un segundo demasiado largo.
Alejandro, a mi lado, no se movió. Su figura erguida, la chaqueta perfectamente alineada y la sonrisa afilada que nunca lo abandonaba lo hacían parecer invencible, como si hubiese estado esperando exactamente este instante para dar su golpe maestro.
—¿Qué demonios haces aquí? —rugió Max, su voz reverberando contra las paredes de vidrio mientras avanzaba un paso, ignorando por completo a Alejandro, como si el mundo entero se redujera a mí… y a la carpet