Capítulo: Una noche de pasión

Al día siguiente, su plan seguía en marcha.

Isabella se encontraba sola en su habitación, el silencio de la mansión solo roto por el tintinear de la copa de vino que sostenía entre sus dedos, ese vino amargo que dejaba un rastro de recuerdos en su paladar.

Mientras bebía, su mente viajaba a aquellos días que habían marcado su vida para siempre.

Recordaba todo con una claridad dolorosa.

“Era la hija del gran Alfa de la manada Luna Nueva, su madre era una Luna poderosa, sanadora, que llenaba la vida de todos con luz y protección.

Su infancia había sido buena… hasta aquella fatídica noche. Los rebeldes habían llegado por todas partes, y nadie había podido detenerlos.

Luego, la oscuridad se había apoderado de su mundo: la habían secuestrado a ella y a sus padres, habían hecho todo lo posible por protegerla, pero aun así la separaron de su madre. Su corazón se había encogido al ver a su padre luchar como un lobo herido, su alma desgarrada por la pérdida de su compañera.

Los llevaron a aquel lugar aterrador, y ahí estaba él: Dante, el hermano de su padre, el mismo hombre que había jurado protegerlos, convertido en traidor.

Isabella lo vio con horror: vio cómo lanzaba a su padre al vacío de un acantilado, ignorando sus súplicas, sus gritos de terror, hasta matarlo sin vacilar.

Luego intentó matarla a ella, pero la suerte, o tal vez un milagro, le permitió sobrevivir.

Al abrir los ojos, todo era oscuridad. Estuvo ciega durante tres días, y al cuarto, la luz volvió a su visión.

 A pesar de ser apenas una niña, entendió que, si su tío descubría que podía ver, estaría muerta como su padre.

Y entonces, hizo una promesa: un día sería lo suficientemente fuerte para acabar con Dante con sus propias manos y encontrar a su madre para salvarla… o enterrarla con honor.

Su abuela la llevó a la mansión y convenció a Dante de cuidarla, pero aquel cuidado nunca había sido sincero. 

Dante quiso negarse, pero luego, supo que teniéndola cerca sería más fácil para usarla para lo que él quisiera más adelante.

Maltratos y humillaciones marcaron su crecimiento, pruebas que soportó con paciencia y disciplina, impulsada por su juramento de venganza.

Cada humillación solo fortalecía su determinación; cada insulto era combustible para la fuerza que sabía que algún día necesitaría”

Sacudida por esos recuerdos, Isabella volvió al presente, bebiendo otro trago de vino, sintiendo cómo el líquido amargo recorría su garganta, mezclándose con la tensión que la invadía.

Se levantó.

Un escalofrío recorrió su espalda. Escuchó un ruido leve pero inquietante.

—¿Qué ruido es ese? ¿Quién anda ahí? —exclamó, intentando mantener la calma, aunque su corazón latía con fuerza. Se giró con las manos a tientas, como buscando su bastón.

De pronto, sintió que alguien la tomaba por detrás, cubriéndole la boca.

Su respiración se detuvo por un instante al encontrarse cara a cara con Kaen, “el mudo”, el sirviente cuya mirada cargaba misterio y peligro.

El hombre siseaba, sus ojos eran un enigma: entre curiosidad, nerviosismo y un deseo reprimido que ella pudo percibir sin esfuerzo, mientras no movía los ojos, fingiendo ser esa ciega de siempre.

Escucharon pasos cercanos, y Kaen la estudió con intensidad, pasó una mano cerca de sus ojos, como intentando adivinar si de verdad era ciega o no.

Su mirada penetrante recorrió cada facción de su rostro delicado, y de pronto, Kaen sintió un calor ardiente recorrer su cuerpo, una llama que no había sentido antes.

Supo al instante lo que estaba sucediendo: lo habían drogado con afrodisiaco de luna roja.

«Maldita sea, contrólate Kaen, ¡contrólate!», pensó, mientras su lobo interior rugía de ansias y deseo.

El aroma de Kaen, mezclado con el de ella misma, creaba una mezcla intoxicante que lo envolvía.

El tiempo pareció detenerse cuando sus cuerpos se encontraron; el contacto fue eléctrico.

Kaen perdió la batalla contra sus propios instintos, y sus labios capturaron los de ella en un beso urgente, profundo, que hablaba de pasiones contenidas durante demasiado tiempo.

Isabella intentó resistirse, empujándolo suavemente, pero el mundo a su alrededor desapareció.

Ambos cayeron sobre la cama, y cada movimiento, cada roce, era una tormenta de fuego que recorría sus cuerpos con intensidad, sin posibilidad de escape.

—¿Qué haces…? —susurró Isabella, con un hilo de voz que temblaba entre la sorpresa y el deseo.

Pero no había lugar para la resistencia.

Las caricias se volvieron una tormenta de placer, un lenguaje sin palabras donde cada gesto y cada suspiro contaba una historia de deseo y entrega.

Kaen recorrió con sus labios su cuello, su mandíbula, arrancando pequeñas gemidos que eran música para ambos.

Sus manos se movían con precisión y suavidad, explorando, provocando, despertando sensaciones que la hacían arder.

Isabella cerró los ojos, un instante dudando, pero luego se rindió, permitiendo que el momento los consumiera.

La habitación se llenó de suspiros y jadeos, de calor en medio de aquella tensión prohibida.

Cada roce, cada contacto, era una chispa que encendía la pasión sin control.

Kaen la atrajo con un movimiento imperioso, cuerpo contra cuerpo, sintiendo cada curva, su estremecimiento, cada latido acelerado.

Sus cuerpos se movían casi instintivamente, un lenguaje silencioso de entrega y provocación, de fuego contenido que estallaba con entre caricias, y suspiros.

Kaen mordisqueaba suavemente su hombro, trazaba con sus labios la curva de su cuello, y cada pequeño gesto arrancaba de Isabella un gemido más profundo, más desesperado.

Isabella, que no podía más con el calor que quemaba su piel, se abrazó a su cuerpo, perdida entre el deseo, arañando la espalda solo para poder soportar un poco más la forma en que su virilidad se movía en su interior, anudándose con posesión en su centro húmedo. 

Hasta que sus cuerpos se entregaron sin control, y el placer los dominó por completo.

***

Una vez que terminaron, ella recuperó la respiración, instintivamente con la mirada perdida en nada, tomó una sábana, se cubrió, él la miró un segundo y de pronto, la puerta se abrió de golpe.

—¡Ahí está, padre, mira con tus propios ojos a tu sobrina, la ciega, es una mujerzuela! —gritó su prima Claire, los habían descubierto.

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