Matrimonio con el Alfa mudo por venganza
Matrimonio con el Alfa mudo por venganza
Por: Luna Ro
Capítulo Escapar del destino

Isabella caminaba en silencio por los pasillos de la mansión, el bastón golpeando suavemente contra el suelo, el ritmo lento y calculado de quien parece perdida en la oscuridad eterna.

Nadie sospechaba. Todos, la creían ciega desde niña, una inútil que apenas podía sostenerse por sí misma. Y así lo quería. Fingir aquella debilidad era la única forma de seguir viva en la guarida de bestias que era su propia familia.

Ese día había logrado algo arriesgado: perderse de la vigilancia asfixiante de Emma, la doncella que más que servidora era espía de su prima Claire.

Isabella había esperado el momento exacto en que Emma se distrajo para escurrirse hasta la biblioteca privada. Allí, su tío Dante solía reunirse con hombres poderosos, sus cómplices.

Desde la penumbra del umbral, Isabella escuchó con atención. Solía escuchar a escondidas todo el tiempo, buscando algo que la hiciera dejar a esa horrible familia o vengarse de ellos. Hoy había tenido suerte de estar ahí, cerró los párpados apenas entrecerrados para mantener la ilusión de vacío en su mirada. 

—¡Casaré a Isabella con el viejo Artey de la manada del Sur! —bramó Dante, seguido de carcajadas de los demás.

Un escalofrío recorrió su espalda.

Se llevó una mano al estómago, como si con ese gesto pudiera contener la náusea que la consumía. Aquello no era un matrimonio, era una condena a muerte.

—Pero, Alfa Dante —se atrevió a hablar uno de los hombres—, ¿y si los sabios se oponen? Isabella es la heredera de sangre del antiguo Alfa. Tal vez no acepten esa unión.

—¡Calla! —la voz de Dante estalló como un trueno—. Casarla con ese anciano será mi victoria. Llevo demasiado tiempo soportando a esa inservible. Si no fuera porque es ciega, ya estaría muerta.

La rabia amenazó con delatarla. Su tío hablaba de matarla con la misma facilidad con la que otros discuten del clima.

Isabella apretó el bastón entre sus dedos, obligándose a mantener la calma.

Cada músculo de su cuerpo quería gritar que no era ciega, que podía ver cada uno de sus rostros repugnantes.

Pero se contuvo. Mostrar la verdad sería firmar su sentencia de muerte.

Se giró despacio, caminando con pasos medidos, fingiendo inseguridad.

Salió al jardín sin demostrar emoción alguna. Solo su corazón delataba la tormenta en su interior, golpeando contra su pecho con desesperación.

Al llegar a la escalinata, se detuvo. Con aparente concentración, comenzó a “contar” los escalones, como si dependiera de ello para no caer.

En realidad, los conocía de memoria; los había subido y bajado en silencio decenas de veces, con la mirada fija en cada grieta y cada piedra.

—¡Señorita Isabella, cuidado con los escalones! —la voz aguda de Emma rompió la calma.

Isabella se giró apenas, esbozando una sonrisa cortés.

—Daré un paseo por el jardín, Emma.

La doncella la siguió, como una sombra que respiraba en su nuca. Isabella lo sabía.

Cada palabra, cada paso suyo sería contado y transmitido a Claire y Dante. La traición corría en las venas de aquella familia.

Cuando Emma se distrajo, Isabella se alejó rápidamente.

Los gritos rompieron el aire. Isabella se tensó, siguiendo el sonido hasta un claro del jardín.

Un grupo de hombres rodeaba a un sirviente arrodillado.

Lo reconoció: era el mudo que llevaba años trabajando en la mansión, casi invisible, siempre en silencio.

—¡Has robado carne de la cocina del Alfa! —vociferó uno.

Un cuchillo brilló en el aire. El agresor se lanzó contra él, pero el sirviente esquivó con una rapidez sorprendente. Isabella contuvo el aire. No eran movimientos torpes de un criado cualquiera; había destreza, fuerza contenida, algo oculto.

—Caballeros… —la voz de Isabella sonó clara, firme.

Los hombres se congelaron al instante.

A pesar de todo, seguía siendo la sobrina del Alfa, y su palabra tenía peso.

—Señorita, ¿qué hace aquí sola? —preguntó uno, nervioso.

Retrocedió un paso como si perdiera el equilibrio.

Tal como esperaba, el sirviente mudo corrió hacia ella y la sostuvo antes de que cayera.

Sus manos eran firmes, cálidas, diferentes. Por un instante, sus miradas se cruzaron. Isabella fingió desviar los ojos al vacío, pero en realidad lo observó con detalle: la fuerza de su mandíbula, la intensidad en su mirada, sus facciones.

Él, en cambio, quedó petrificado. Sus ojos buscaban los de ella como si pudieran encontrar un brillo imposible.

«¿Acaso… puede verme?», pensó, confundido.

—Gracias —susurró Isabella, inhalando su aroma. Bajo el sudor y el cuero, había algo más. Ese no era el olor de un simple sirviente. Era muy diferente, un aroma demasiado penetrante.

Se apartó despacio, retomando su papel.

Con el bastón delante, continuó su camino como si nada hubiera pasado. Pero su corazón latía con una fuerza indomable.

Él la siguió con la mirada hasta perderla de vista, con un presentimiento extraño creciendo en su pecho.

***

Esa noche, en su habitación, Isabella se dejó caer en la cama.

El recuerdo de las palabras de Dante aún resonaba como cuchillos en su mente. Artey… ese anciano había enterrado a cinco esposas. Y ahora, ella sería la sexta.

La puerta se abrió de golpe, se sentó en la cama, con la mirada en la nada.

Dante entró con la arrogancia que lo caracterizaba.

Se acercó a ella, y la tomó de la mejilla, pellizcándola, acercándose tanto, que ella pudo sentir su aliento sobre ella, eso la asqueó, no era novedad, Dante, su tío, solía actuar así, parecía que disfrutaba de tener el control sobre ella, siempre maltratándola o burlándose de su supuesta ceguera.

Como si tuviera el control total sobre ella y su cuerpo.

Dante sonrió, ella era casi una copia fiel de su madre, la mujer que él deseó para sí, pero su hermano le robó, si no fuese porque era ciega, podría decir que su amada había vuelto a nacer en Isabella. 

—Isabella, está decidido. Te casarás con Artey. Es un hombre que te dará estabilidad y seguridad.

Ella apretó las sábanas entre sus dedos.

—Tío… ese hombre es un asesino.

Él rio, condescendiente.

—Solo son rumores. Te casarás porque lo ordeno. Y no olvides que yo soy quien decide si vives o mueres. 

La amenaza quedó suspendida en el aire incluso después de que se marchó. Isabella cerró los ojos, respirando hondo.

Por dentro, su loba rugió.

Durante años había permanecido en silencio, reprimida bajo la máscara de la debilidad. Pero ahora la bestia clamaba por salir.

Isabella no era una víctima. No lo había sido nunca. Había fingido la ceguera para sobrevivir, para ocultar que veía todo: la corrupción, las mentiras, la sangre derramada por su tío.

Su tío salió y una idea vino a su mente, pensó en el sirviente mudo.

«Es mi única salvación», pensó ideando un plan para escapar del destino fatal.

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