La noche era fría, pero la humedad del bosque se pegaba a la piel como si quisiera devorar cada respiro.
Isabella y Kaen llegaron por fin a la cueva.
Él fue el primero en entrar, con pasos firmes, el instinto de guerrero en alerta.
Sus ojos recorrieron cada rincón oscuro, atento a cualquier movimiento. No había nadie. Solo silencio, apenas roto por el rugido lejano de la tormenta que se avecinaba.
—Está despejado —murmuró, y la condujo adentro.
La oscuridad los envolvió de inmediato, apenas rota por la luz intermitente de los relámpagos que, de vez en cuando, se filtraban hasta ellos como cuchilladas de plata.
Cada destello iluminaba el rostro de Isabella. Su piel parecía más pálida bajo aquella luz, pero sus rasgos tenían una fuerza extraña, delicadeza y fiereza al mismo tiempo.
Kaen no podía evitar mirarla. Había algo en ella que lo enloquecía, un perfume natural que lo perturbaba, un magnetismo que lo hacía querer estar más cerca, aun cuando la razón le advertía que debía mantenerse