Isabella temblaba como una hoja atrapada en el viento. El miedo le atravesaba el pecho con garras invisibles, quemándole los huesos y estrangulándole el aliento. No quería, no podía, aceptar la posibilidad de que Kaen muriera.
La sola idea era insoportable.
Su corazón humano sufría, pero no era solo ella: su loba interior, la bestia que compartía su alma, aullaba desgarrada, llena de rabia y tristeza. Era un lamento que resonaba en lo más profundo de su ser, como un eco interminable que le recordaba lo mucho que lo amaba, lo mucho que lo necesitaba.
Kaen, erguido frente a la pantalla, tenía la mirada fija y fría. Sus ojos de acero se encontraron con los de Varric, aquel monstruo vestido de hombre que le sonrió con malicia, como si ya lo hubiera sentenciado.
El retador se acercó con pasos cargados de arrogancia, subiendo al podio con la lentitud de un verdugo que disfrutaba prolongar el miedo de su víctima.
Con un rugido que erizó la piel de todos los presentes, Varric se abalanzó contr