El viento del amanecer soplaba frío sobre la llanura mientras Eira sostenía con firmeza el colgante que Aidan le había dado la noche anterior. El cristal aún palpitaba suavemente, como si una energía ancestral lo habitara, una que solo respondía a quienes habían sido tocados por la maldición... o por el amor.
La comunidad dormía todavía, pero Eira había sentido el llamado. Una voz suave, susurrante, casi como un eco del pasado. Le hablaba desde el corazón del bosque, desde las raíces más profundas de su propia sangre. No era miedo lo que sentía… era urgencia.
Alguien la esperaba.
Vestida con su capa gris oscuro, cruzó el umbral del campamento sin despertar a nadie. Solo Aidan, como si su alma siempre supiera dónde estaba la de ella, emergió de entre las sombras, apoyado en el tronco de un viejo fresno. Su mirada era tranquila, pero sus ojos ocultaban preocupación.
—¿Vas a ir sola? —preguntó, sin levantar la voz.
Eira asintió despacio.
—Siento que debo hacerlo. Algo... algui