La noche había caído como un manto espeso sobre la aldea, cubriéndolo todo con su silencioso susurro. Eira se encontraba sentada a la orilla del lago, los pies descalzos rozando el agua helada, como si así pudiera enfriar el fuego que le ardía en el pecho desde que escuchó las últimas palabras del Consejo.
No la culpaban, pero tampoco sabían cómo manejar lo que ahora representaba. La maldición no era sólo un lastre para ella, sino un eco antiguo que vibraba con fuerzas más allá de lo que todos imaginaban. El Consejo había decidido esperar, observar… como si ella fuera una criatura que pudiese explotar en cualquier momento.
—¿Te escondes o buscas respuestas? —La voz grave de Aidan llegó desde la penumbra, cálida como el fuego en el que tantas veces había sanado sus heridas.
—A veces ambas cosas son lo mismo —respondió sin mirarlo.
Él se sentó a su lado, y por un momento sólo los rodeó el sonido del agua y el murmullo del viento entre los árboles.
—No están seguros de ti —murmuró Aidan—