El SUV negro con vidrios polarizados se detuvo frente a un edificio imponente en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Valeria miró hacia arriba, intentando contar los pisos, pero la altura la mareó. O quizás eran las náuseas matutinas que no la habían abandonado.
—¿Aquí? —preguntó, su voz cargada de incredulidad.
—Piso veinte —respondió Aleksandr, saliendo del vehículo y rodeándolo para abrirle la puerta—. Todo el piso es nuestro.
Nuestro. Esa palabra resonó en su cabeza como una sentencia.
Dante, a quien Valeria reconoció como el hombre que había estado con Aleksandr aquella noche en la oficina, ya estaba en el vestíbulo esperándolos. Alto, de mirada seria y porte militar, asintió brevemente hacia su jefe.
—Todo está preparado como ordenaste —dijo en voz baja.
—Gracias, Dante. Asegúrate de que Viktor coloque a los hombres en sus posiciones. Turnos de doce horas, sin excepciones.
Valeria sintió un escalofrío. ¿Guardias? ¿Para qué necesitaba guardias?
El ascensor privado subió