El cielo de Moscú amaneció cubierto por un manto gris plomizo que presagiaba tormenta. Aleksandr contemplaba la ciudad desde el ventanal de su despacho, con un vaso de vodka en la mano a pesar de la hora temprana. El líquido transparente apenas había sido tocado; su mente estaba demasiado ocupada procesando la información que acababa de recibir.
El teléfono sobre su escritorio seguía encendido, mostrando el mensaje cifrado que había llegado hacía apenas veinte minutos. Uno de sus informantes más confiables dentro del círculo de Iván Morózov había arriesgado su posición para advertirle: el viejo zorro estaba moviendo sus piezas.
—Señor —la voz de Dmitri interrumpió sus pensamientos al entrar al despacho—. El equipo de seguridad ha completado la revisión del perímetro. Todo está en orden.
Aleksandr no se giró para mirarlo. Sus ojos seguían fijos en el horizonte urbano.
—Morózov ha comenzado a moverse —dijo con voz grave—. Está contactando a sus antiguos aliados en el gobierno. Quiere de