El silencio en la habitación era tan denso que Valeria podía escuchar el latido de su propio corazón. Sentada al borde de la cama, observaba a Aleksandr mientras él se vestía con meticulosa precisión, abotonando su camisa negra sin dirigirle la mirada. Habían pasado tres días desde su última discusión, y aunque compartían la misma cama, el abismo entre ellos parecía ensancharse con cada hora.
—¿Vas a seguir sin hablarme? —preguntó ella finalmente, su voz apenas un susurro en la penumbra del amanecer.
Aleksandr se detuvo un instante, sus dedos congelados en el último botón de su camisa. Sus ojos, fríos como el hielo siberiano, se posaron en ella.
—¿Qué quieres que te diga, Valeria? ¿Que no me importa encontrar mensajes de tu ex en tu teléfono? ¿Que no significa nada que lo hayas visto a escondidas?
—Te expliqué que fue una coincidencia —respondió ella, sintiendo cómo la frustración se acumulaba en su garganta—. Me lo encontré en la cafetería cuando estaba con Zoe. No planeé verlo.
—Pero