La noche se cernía sobre el viejo complejo industrial como un manto de complicidad. El silencio era apenas interrumpido por el distante sonido de las olas rompiendo contra el muelle abandonado. Aleksandr Volkov, inmóvil en la oscuridad, observaba el edificio donde su enemigo mantenía cautiva a Valeria. Sus ojos, fríos como el hielo siberiano, escaneaban cada ventana, cada puerta, cada posible punto de entrada y salida.
—Tenemos confirmación visual de doce hombres armados en el perímetro —informó Viktor a través del intercomunicador—. Cuatro en la entrada principal, dos en cada lateral y otros cuatro patrullando.
Aleksandr asintió, aunque nadie podía verlo. Su respiración era controlada, pero su corazón latía con la furia de un animal enjaulado. Valeria estaba ahí dentro. Su Valeria. La madre de su hijo. Y por cada segundo que permanecía en manos de Iván, la deuda de sangre crecía exponencialmente.
—Roman, ¿posición? —preguntó con voz grave.
—En el techo del edificio este, jefe. Tengo v