La luz del amanecer se filtraba por las cortinas de la habitación principal, dibujando patrones dorados sobre la piel desnuda de Valeria. Aleksandr la observaba dormir, fascinado por la forma en que su pecho subía y bajaba con cada respiración. Habían pasado tres días desde el ataque, tres días en los que apenas habían salido del penthouse, refugiados en ese espacio que ahora consideraban su fortaleza.
Valeria abrió los ojos lentamente, encontrándose con la mirada intensa de Aleksandr.
—¿Cuánto tiempo llevas mirándome? —preguntó con voz adormilada.
—El suficiente para memorizar cada centímetro de tu rostro —respondió él, deslizando un dedo por su mejilla—. Aunque creo que ya lo tengo grabado a fuego.
Ella sonrió, estirándose como una gata satisfecha. Las sábanas se deslizaron, revelando sus pechos desnudos, y Aleksandr sintió que el deseo volvía a encenderse en su interior, como una llama que nunca terminaba de extinguirse.
—Deberíamos levantarnos —sugirió Valeria, aunque su cuerpo con