La biblioteca privada de los Draeven era un laberinto de conocimiento prohibido. Adriana pasó los dedos por los lomos de cuero antiguo, algunos tan viejos que parecían susurrar cuando los tocaba. Había pasado tres noches consecutivas escabulléndose hasta aquí mientras Lucien atendía asuntos del clan.
El aroma a papel viejo y tinta desvanecida impregnaba el aire. Las velas de cera negra proyectaban sombras danzantes sobre los estantes que se elevaban hasta el techo abovedado. Adriana se sentía como una ladrona, aunque técnicamente, según el retorcido acuerdo con Lucien, todo lo que le pertenecía a él también le pertenecía a ella... mientras ella le perteneciera a él.
—Tiene que estar aquí —murmuró, recorriendo con la mirada los títulos en latín, griego antiguo y otros idiomas que ni siquiera reconocía.
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