La habitación de Adriana se había convertido en una jaula de oro. Tres días habían pasado desde el ataque, y Lucien apenas se apartaba de su lado. Lo sentía como una sombra constante, vigilante, moviéndose por los rincones de la mansión con aquella elegancia depredadora que la hacía estremecer.
Adriana se encontraba recostada en el diván junto a la ventana, con un libro entre las manos que no conseguía leer. Las palabras se desdibujaban frente a sus ojos mientras su mente vagaba hacia él. Hacia Lucien. Hacia la forma en que sus dedos habían limpiado la sangre de su rostro después del ataque, con una delicadeza que contradecía su naturaleza.
—Deberías alimentarte —la voz de Lucien rompió el silencio, materializándose en el umbral de la puerta como si sus pensamientos lo hubieran invocado.
Adriana cerró el libro de